ABC-ÁLVARO VARGAS LLOSA

LA «RETRANSICIÓN» ESPAÑOLA

HAN hecho bien el Partido Popular y Ciudadanos anunciando que se abstendrán en la votación del decreto-ley sobre la exhumación de los restos de Franco. Es no caer en la trampa de avalar los siniestros años de la España negra, pero también de no abrazar algo que no se sabe dónde terminará y podría, si no hay frenos, deslegitimar la transición democrática.

 No existe transición democrática exitosa sin aspectos horrendos. En la transición sudafricana la verdad reemplazó a la Justicia; en algunas de Europa central, el pasado deshonroso inhabilitaba a una persona para ejercer cargos y poco más; en la argentina, los de arriba pagaban para que los de abajo y los del medio no tuvieran que pagar, y en la chilena, además de eso mismo, los herederos políticos del pinochetismo y el allendismo debían convertirse a la democracia. La paz centroamericana tampoco trajo Justicia, sino fórmulas parecidas a la lista anterior.

Aquellas transiciones no fueron estrictamente justas. Puede decirse que fueron pactos necesarios, a veces inevitables, un mal menor. Pero justos, no. ¿Es una razón para invalidarlas? Si lo fuera, estos países habrían desembocado, tiempo después, en nuevas guerras civiles o dictaduras. Ha sucedido lo contrario: las instituciones, la sociedad civil y la dirigencia política han sostenido la herencia que dejaron aquellas transiciones porque sucesivas generaciones comprendieron que, como enseñó Isaías Berlin, no todos los valores o ideales son perfectamente compatibles. En una transición democrática, la Justicia hace concesiones para que el futuro pueda ser más justo que el pasado.

España no fue distinta. Porque los líderes políticos de los 70, en la derecha y la izquierda (incluidos los comunistas y socialistas), comprendieron que no todos los ideales eran enteramente compatibles ni todos los valores realizables en simultáneo, fueron capaces de organizar una transición que ha superado la prueba del tiempo.

Lo que los socialistas, comunistas y nacionalistas intentan hoy –una nueva transición– tiene graves inconvenientes.

Se pretende rediseñar la transición, pero ningún Gobierno está en condiciones de rehacer el pasado, sólo de influir en el futuro. Por tanto, lo que en realidad se pretende es una «retransición». Una transición sabe de dónde parte y hacia dónde va; una «retransición» no sabe ninguna de las dos cosas.

El segundo problema: una transición requiere por lo menos uno de dos consensos, el de las élites y el de la sociedad (digo bien consenso, no unanimidad). La transición española se hizo de arriba hacia abajo: primó el consenso de las élites. Ese consenso engendró luego el de abajo, el de la sociedad. Pero una «retransición» por definición carece de consenso, como lo prueba, hoy, una España que está inflamada tanto arriba como abajo.

La transición es un ámbito donde se renuncia a los valores absolutos y simultáneos a favor de objetivos más modestos. La generosidad metafísica se sacrifica en favor de la generosidad de carne y hueso. El resultado no es el triunfo de la moral (al contrario: se cometen algunas inmoralidades) sino de la convivencia. Una «retransición» hace lo contrario: hiere la convivencia en nombre de la moral porque confiere al poder que la promueve el peligrosísimo monopolio de la verdad. Una «retransición» implica la aplicación retrospectiva de principios y eventualmente normas nuevas. Esto va en contra del Derecho Internacional. Por eso el Estatuto de Roma estableció, por ejemplo, que los crímenes de lesa humanidad y de guerra que juzgaría la Corte Penal Internacional serían los cometidos a partir de la entrada en vigor del tratado.

El oficio de los políticos es el futuro. Por eso fueron capaces de hacer la transición española y no podrán nunca lograr una «retransición».