ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN

CUANDO la Policía que debería cumplir y hacer cumplir la ley se pone de perfil o directamente al servicio del delito. Cuando las instituciones llamadas a representar al Estado no solo reniegan de él, sino que proclaman por boca de sus máximos dirigentes su determinación de atacarlo. Cuando el Gobierno de la nación, con su presidente al frente, da la callada por respuesta ante cada desafío del independentismo, porque su supervivencia depende de ese silencio cómplice. Cuando se agotan todos los cauces al uso en los países democráticos y millones de ciudadanos se sienten desamparados ante un poder arbitrario, decidido a imponer a cualquier precio su proyecto sedicioso. Cuando las plazas y hasta las playas son «okupadas» (con k) por la simbología de un movimiento totalitario, supremacista y excluyente, que pretende monopolizar el discurso y adueñarse del territorio común amedrentando a los discrepantes hasta relegarlos al ostracismo. Cuando el odio imperante es tal que un hombre golpea brutalmente a una mujer, delante de sus hijos pequeños, por atreverse a retirar un lazo. Cuando las cosas llegan al punto que han alcanzado en Cataluña, las víctimas de esos abusos solo tienen dos caminos: someterse a la coacción y callar, en aras de no alimentar eso que los pusilánimes llaman «crispación», o bien enarbolar la bandera de la dignidad y luchar para recuperar lo que por derecho les pertenece.

Cometerá un error fatal el PP de Pablo Casado si emula al de Mariano Rajoy y opta por el apaciguamiento, siguiendo los pasos de un PSOE traidor a su propia historia y rehén de su debilidad. Ceder al chantaje nunca conduce a otro lugar que la humillación y la derrota. Debería saberlo el líder de un partido que ha visto naufragar a su formación en el País Vasco y Cataluña, hasta sumirse en la irrelevancia, precisamente por adentrarse en esa senda de cobardía y claudicar ante el PNV y los herederos de ETA. Debería ser consciente de que asumir la retórica del separatismo únicamente beneficia a su causa, no a la de España ni a la de la Justicia. Ellos son maestros en el arte del victimismo y la tergiversación. Dominan como nadie el terreno orwelliano de la manipulación lingüística que convierte la mentira en verdad y al opresor en oprimido. Carecen del menor escrúpulo a la hora de insultar, ofender, derrochar, amenazar y delinquir, para a continuación declararse insultados, ofendidos, saqueados, amenazados e injustamente castigados. Ensucian pueblos y ciudades de plástico amarillo destinado a denunciar la existencia de supuestos presos políticos, conscientes de la infame falsedad contenida en esa afirmación, y se llevan las manos a la cabeza cuando miles de ciudadanos hartos de impunidad e indefensión deciden pasar a la acción y limpiar sus calles de basura. ¿De quién es la culpa de esa escalada? ¿Quién es el agredido y quién el agresor? Confío en que Casado lo vea tan claro como Arrimadas y Rivera, que han salido valientemente a reivindicar la neutralidad de un espacio público del que se niegan a ser expulsados.

La crispación que se palpa en Cataluña resulta sumamente inquietante, en efecto, tal como advierte el nuevo presidente popular, pero no porque Ciudadanos esté encabezando una rebelión cívica indispensable ante los excesos del golpismo gobernante allí, sino por lo contrario. Porque la irresponsable inacción de Pedro Sánchez y su Ejecutivo no deja otra salida a los catalanes constitucionalistas que organizarse para resistir a la feroz embestida que sufren. Apoyar esa resistencia heroica es deber inexcusable de cualquier demócrata español.