José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
España se está echando a la derecha, en brazos de los partidos de ‘orden’, que, divididos, sumarán mayoría. El presidente los cohesiona en un proyecto común: echarle de la Moncloa. Pueden lograrlo
En política —esa disciplina que se define como el arte de lo posible— se actúa por convicción o por interés. Pedro Sánchez, del que ya sabemos sin necesidad de que nos lo relate en un libro que es un resistente, sin embargo, podría ser un Adán de la gestión política, porque no parece actuar ni por convicción ni por interés. Ha inventado la pólvora. La convicción le llevaría a rechazar las pretensiones de los separatistas aunque la concesión fuera cosmética, o semántica o careciese de sustantividad. El interés —ganar las próximas elecciones— le sugeriría no enajenarse el futuro para conservar un presente precario y de muy corto recorrido.
Por eso, aceptar un confuso ‘notario’ o ‘relator’ —Carmen Calvo trató ayer de explicarlo sin conseguirlo, en parte por su falta abochornante de sobriedad verbal— para que “eche una mano”, “coordine” o “tome nota” de las conversaciones en la mesa de diálogo entre los partidos catalanes, supone un desgaste de su credibilidad por completo estéril porque, más allá de lo que represente esa figura, la impresión que se transmite es que el Gobierno compra una mercancía averiada de los separatistas, con daño para la reputación de nuestro sistema institucional y sin la más mínima garantía de que el conflicto catalán —al menos en el corto y medio plazo— ofrezca posibilidades de mejoría o reversión en el marco constitucional.
En el improbable caso, aunque no imposible, de que los grupos secesionistas catalanes permitan al Gobierno la tramitación presupuestaria, el logro alcanzado sería pírrico: una permanencia adicional de solo unos meses más en la Moncloa, porque la legislatura termina en junio de 2020. Por si fuera poco, hasta esa fecha, los indicadores sociales, económicos, políticos e internacionales no tienen trazas de mejorar sino todo lo contrario. La sentencia del Supremo sobre el proceso soberanista, quizá condenatoria, irrumpirá, además, en mitad de ese calendario, lo que garantiza una radicalización mayor, si cabe, del independentismo en su conjunto.
Demos por supuesto que Sánchez es un relativista, o, al menos, lo parece. Ha ofrecido muestras consistentes de que banaliza sin rubor los principios del funcionamiento del sistema y los maneja a su conveniencia. Su capacidad para absorber sus contradicciones es notable y su facilidad para la contorsión, extraordinaria. No ha exhumado a Franco ni se sabe nada de la reforma constitucional que dijo impulsar. Entre las decisiones sin ejecutar y las ocurrencias sin contenido material, este un Gobierno que solo maneja expectativas.
¿Qué está ocurriendo mientras tanto en la España que observa entre la perplejidad y la incomprensión todos estos movimientos gubernamentales? Pues que se está echando a la derecha, en brazos de los partidos de ‘orden’, que, divididos, sumarían mayoría y a los que el propio Sánchez cohesiona en un proyecto común, decayendo las reticencias entre ellos en beneficio de un objetivo compartido, que es desahuciar al presidente de la Moncloa. Lo van a ensayar en la manifestación del domingo en Madrid. Y pueden conseguirlo.
Sánchez es un político que toma decisiones de complicada hermenéutica. Lo mismo irrumpe en su partido imponiendo un candidato a la alcaldía de la capital de España y reventando el sistema de primarias, que se aviene a gesticular con cierta obscenidad en el apaciguamiento de los separatistas. Quizá toda esa política —que no parece fundada ni en convicciones ni en intereses obvios— tenga algún propósito que trascienda al meramente coyuntural de durar un poco más en la presidencia del Gobierno. El problema es que no hay forma de saber cuál es la razón que le mueve y el objetivo que persigue. Porque no contenta ni a los propios ni a los ajenos. Ayer le abandonó buena parte de la izquierda mediática y su partido se convulsionó. Y cuando esto ocurre, la ciudadanía entra en la zozobra, en la incertidumbre, en la sensación de improvisación.
Y generando inseguridades no solo no se ganan elecciones, sino que se pierden ruidosamente, sobre todo cuando los posibles aliados del PSOE son partidos fallidos o en reformulación. Lo es Unidos Podemos, en franco proceso de descomposición, y lo son los grupos independentistas —a la greña entre sí—, cuyo interés no es precisamente el de colaborar a la gobernabilidad de España bajo las pautas constitucionales y estatutarias. A reserva de una mejor explicación, habremos de convenir que Sánchez se empeña en perder las elecciones. Y ayer —en su síndrome napoleónico— dio un resuelto paso hacia la derrota. La sombra de la Andalucía electoral es ya alargada.