JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO

El autor califica de «caudillista» la tendencia del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de abusar de los decretos-leyes, que la Constitución reserva para actuar en caso de «extraordinaria y urgente necesidad».

PRINCIPALMENTE desde las obras de Aristóteles, John Locke y Montesquieu, sabemos que uno de los requisitos esenciales para la existencia de un Estado de derecho es que exista una separación de los tres poderes clásicos del Estado. Ahora bien, dicha separación puede ser más rígida, como ocurre en los regímenes presidencialistas, o más flexible para permitir la colaboración entre el ejecutivo y el legislativo, como sucede en los regímenes parlamentarios.

Por supuesto, no hay un modelo único en ambos casos, sino que, dentro del marco esencial de cada país, tiene sus propias características, es decir, según reconozca su Constitución. Pero incluso contando con este factor indispensable de la división del poder, en lo que se refiere concretamente a los regímenes parlamentarios, la práctica puede superar los límites de la colaboración entre el ejecutivo y el legislativo a favor del primero. Es cierto que en el mundo actual, debido a la necesidad de tomar decisiones rápidas, el poder ejecutivo es el más preparado para conseguir ese objetivo y así en todos los países se produce un desequilibrio a su favor. Es más: reconociéndose este hecho surgió una figura jurídica, el decreto-ley, que consiste en que el Gobierno, salvo contadas excepciones legales, usurpa el papel del Parlamento y legisla a través de estas normas. Ahora bien, como digo, es lógico que el Gobierno pueda legislar en algunos supuestos, como señala el artículo 86 de nuestra Constitución, pero siempre «en caso de extraordinaria y urgente necesidad», y advirtiendo además de su provisionalidad, puesto que, por un lado, no podrán afectar a determinadas materias como son el «ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las comunidades autónomas ni al derecho electoral general». Y, por otro lado, se establece que el Gobierno deberá someter los decretos-leyes inmediatamente al debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados, que deberá pronunciarse en el plazo de 30 días desde su promulgación para convalidarlo o derogarlo y, si así se considera, tramitarlo como proyecto de ley.

Pues bien, podemos afirmar con toda convicción, lo mismo que se han pronunciado prestigiosos colegas como Manuel Aragón, Juan Alfonso Santamaría, Ignacio Asterloa y otros, que este artículo, desde el mismo inicio de la aprobación de la Constitución, en realidad, ha servido para muy poco. Por ejemplo, en el espacio que corre de 1979 a 2015, se han dictado, según Aragón, 518 decretos-leyes, mientras que en el mismo periodo se aprobaron 341 leyes orgánicas y 1452 leyes ordinarias. En otras palabras, la cifra de la legislación del Gobierno constituye el 30% con respecto al total de leyes, lo cual es una clara intromisión en una materia que es exclusiva de las Cortes, según el principio de la división de poderes del Estado. Sea lo que sea, no dispongo con exactitud de las estadísticas desde 2015, pero esa proporción no sólo continúa sino que parece que ha aumentado, sobre todo desde que llegó el actual presidente del Gobierno, el cual, en este sentido, ha adoptado una conducta caudillista. Pero, para ser sinceros, todos los presidentes del Gobierno desde Adolfo Suárez hasta el actual han utilizado esta forma heterodoxa de legislación, sin que el Tribunal Constitucional, principal culpable de estos excesos mirando para otro lado, haya creado una jurisprudencia acorde en lo que señala el artículo 86 de la Constitución. Parece, pues, que no ha reflexionado lo suficiente sobre las siguientes palabras de Montesquieu en El espíritu de las leyes: «Todo está perdido si el mismo hombre, o el mismo cuerpo de principales, o los nobles, o el pueblo, ejercieran estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o diferencias entre particulares».

Pero vayamos por partes, he dicho que todos los presidentes de Gobierno de la democracia han abusado irresponsablemente de esta prerrogativa que si se utiliza de forma excepcional en los casos previstos, no rompe el principio de la división. Pero hay un presidente, el primero, Adolfo Suárez, que no sólo se libra de esta conducta irregular, sino que, por el contrario, gracias a ella España logró una Transición pacífica «de la ley a la ley», aprovechando las normas autoritarias para llegar a la democracia. La utilización de los decretos-leyes para desarbolar el franquismo fue expuesta en un libro (Desarrollo político y Constitución española) que realicé con mis colaboradores en junio de 1973 y que Torcuato Fernández-Miranda conocía a la perfección cuando asesoró a Adolfo Suárez en la Ley para la Reforma Política. Como decíamos allí (pp. 151 y ss. y 557 y ss.) los decretos-leyes, curiosamente según los artículos 13 de la Ley de Cortes y 13 también de la Ley Orgánica del Estado, permitían ir creando las estructuras necesarias para llegar al momento constituyente. Por ejemplo, el artículo 13 de la Ley de Cortes decía así: «Por razones de urgencia el Gobierno podrá proponer al jefe del Estado la sanción de decretos-leyes para regular materias enunciadas en los artículos 10 y 11. La urgencia será apreciada por el jefe del Estado…». Mientras que el artículo 13.II de la LOE señalaba a su vez que el Gobierno «ejerce la potestad reglamentaria y asiste de modo permanente al jefe del Estado en los asuntos políticos y administrativos».

En consecuencia, como dice el refrán «no hay mal que por bien no venga», y así los instrumentos jurídicos de un régimen autoritario como era el franquista, según lo que habíamos expuesto en el libro citado que realicé con mis colaboradores, fueron utilizados inteligentemente por Suárez para crear una democracia avanzada a través de los decretos-leyes. Sin embargo, hay que señalar que lo que es bueno para unos, también puede ser malo para otros. Porque esa facilidad con que el presidente Suárez, en connivencia con el Rey Juan Carlos, se sirvió de los decretos-leyes, aparte de su utilidad indiscutible para desarmar el régimen de Franco, constituyó también paradójicamente un mal ejemplo para todos los presidentes del Gobierno posteriores que han abusado de una norma jurídica que invade la capacidad legislativa de las Cortes, saltándose a la torera los requisitos del artículo 86 de la Constitución.

POR ESO, inspirándonos en la famosa ley de Murphy, cabría decir que «lo que puede ser bueno para algunos, siendo malo, podría ser aun peor para otros», puesto que el actual presidente del Gobierno se ha metido en un lodazal, infringiendo el artículo 86 de la Constitución sin el menor escrúpulo, haciendo incluso lo que no se atrevieron otros. En primer lugar, no es extraño que haya abusado más de los decretos-leyes que sus predecesores y los haya superado a todos en el corto espacio de ocho meses porque no dispone de una mayoría para legislar, pero sí para destruir. En segundo lugar, utiliza de manera demagógica esta norma ofreciendo el oro y el moro a sectores sociales, sabiendo que esas medidas incrementarán el déficit público y rompiendo así con la regla de oro de todos los regímenes democráticos en los que rige el viejo lema de no taxation without representation, lo cual significa que los aumentos de gastos y, por tanto, los consiguientes impuestos para pagarlos, los tiene que aprobar el Parlamento, lo que no ha hecho. Y, en tercer lugar, se está aprovechando de una falta de control, puesto que se han disueltos las Cortes, como consecuencia de las próximas elecciones del 28 de abril. Por consiguiente, todas sus discutibles promesas las está realizando con finalidad electoral. Lo cual, aun siendo teóricamente legal, demuestra una clara falta de ética, que se aprovecha tanto de la ambigüedad de la ley electoral como de la defectuosa Ley del Gobierno.

En efecto, el Título IV de esta ley se ocupa del Gobierno en funciones, señalando en su artículo 21.1 que el Gobierno cesa, entre otros casos, «tras la celebración de elecciones», lo cual es un enorme error porque el Gobierno actual no está todavía en funciones, mientras que, por el contrario, las Cortes están disueltas, aunque siga la Diputación Permanente. Pero el caso es que todas las medidas que está tomando el Gobierno a través de los decretos-leyes, en los que no existe el supuesto necesario de la «extrema y urgente necesidad», ni se debaten ni se aprueban por el pleno del Congreso. De ahí que habría que modificar este artículo 21.1 en el sentido de señalar que el Gobierno cesa «tras la disolución de las Cortes» y no tras la celebración de las elecciones como hasta ahora, es decir, anticipando el comienzo del periodo del Gobierno en funciones para evitar en el futuro que sin el control de las Cortes siga operando a su capricho el presidente del Gobierno como Pedro por su casa.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.