Miquel Giménez-Vozpópuli
La noche del pasado lunes el genial dramaturgo Albert Boadella volvió a subirse al escenario de un teatro barcelonés. Se trataba de la obra Looking for Europe y, aunque su protagonista era Bernard-Henri Lévy, todos sabíamos a quién habíamos ido a ver
Looking for Europe no es ni teatro fácil ni para todo el mundo, porque contiene un durísimo alegato en contra del fascismo, del nacionalismo – son la misma cosa, por Dios –, de la indiferencia y la pasividad de cierta Europa pancista y remilgada, que permite a la barbarie instalarse en su cama para luego quejarse de que se ha levantado mojada por los orines inmundos de esta. Tampoco es cosa de analizar la pieza, minimalista en su escenografía y soberbiamente interpretada por un Lévy genial de verbo, de dicción, de nervio, de espíritu. Otra cosa es el texto, que recoge la visión más o menos oficial de determinada izquierda francesa que cree que España se quedó en Buñuel, Picasso o, ¡ay!, Semprún. Por otra parte, que Lévy cite en un magnífico y delirante, así como surrealista, gabinete de ministros europeos a George Soros como responsable de economía invalida buena parte del resto del artificio, tan bello y sugerente como mendaz a partir de esa afirmación.
Pero, a lo que íbamos, Boadella aparece en escena y el teatro Coliseum, lleno hasta la bandera, se hunde en aplausos. Notamos al dramaturgo emocionado, pero siempre diligente de gesto y de voz. Interpreta a un separatista propietario de un hotelito de Sarajevo que no pierde ocasión para intentar colocarle a Lévy, que se interpreta a sí mismo en el rol de conferenciante en la ciudad mártir, el discurso llorón y lastimero del gremio del lacito amarillo. Boadella, què gran ets, estimat Mestre, adopta una caracterización contenida pero eficaz: recuerda a Pujol, al avaro de Molière, al pérfido Bonancieux, a cualquier pícaro de nuestro Siglo de Oro. Con aquellos pequeños cameos, pues no de otro modo podemos calificar sus geniales y brevísimas pinceladas en el monólogo que dura casi dos horas, se erigió en el auténtico triunfador de la noche, sin que esto sea dicho en desdoro del soberbio galo Lévy.
Era, además, la reaparición de uno de nuestros mejores paisanos, de un genio, de un auténtico demócrata
Boadella era aplaudido, aclamado por los constitucionalistas de todos los signos que estábamos allí para decirle a esta gente tan ufana y tan soberbia de subvención y cerebro lavado que sí, que existe una Cataluña mayoritaria que ha despertado y que no tiene la menor intención de volver a dormir el sueño de lo justos.
En la platea vimos cruzarse a Manuel Valls con Cayetana Álvarez de Toledo, a Mon Bosch con Josep Bou, a nuestro entrañable y siempre elegante Víctor Amela – lo más parecido a un dandi inglés que tendremos jamás en mi tierra – y al gran Alberto Fernández Díaz, del que el PP no debería desaprovechar su enorme capital político y su tremenda humanidad. Practicando el entregent tan caro a Pla, que habría asistido de estar vivo, estaban Dolors Montserrat, Arcadi Espada, nuestro entrañable Félix Ovejero, nuestro enorme y tartarinesco Tomás Guasch, el hotelero Jordi Clos, nuestro guía en momentos difíciles Francesc de Carreras, Jorge de Cominges, Carlos Carrizosa, y muchos otros que no vi ni saludé, pero que estaban.
Estás en tu casa, Albert
Y, junto a ellos, la gente, la ciudadanía, las entidades, los auténticos impulsores de este viento regenerador: Chantal Moll, tan risueña como siempre, Alexandra López-Liz, a la que imaginamos como imagen de la justicia pura, a nuestra Ignacia de Pano, que abandonó su Binéfar para decirnos que sí, que la poesía y Vinicus también se sumaban al evento. Tanta y tanta gente, tanta y tanta ilusión, tanto trabajo sordo, duro, tanto esfuerzo, tanta sed de democracia y de normalidad que quería decirle a Boadella algo tan simple como: estás en tu casa, Albert, estás con tu gente, con la mayoría de esa Cataluña que han querido sustraernos.
Qué maravillosa, que sutil y genial venganza, Albert. Si nuestro querido y común amigo Romà Planas pudiera haberlo visto hubiera sonreído con aquel gesto a lo Yves Montand que tantas veces le vimos en las imborrables sesiones del club Emprius.