EN MADRIDy en Estrasburgo están pasando cosas completamente diferentes. En Madrid los políticos siguen peleándose como si estuviesen en un patio de colegio. En Estrasburgo, la sede del Parlamento Europeo, nos hemos puesto de acuerdo para elegir a Ursula von der Leyen como presidenta de la Comisión Europea. Vía libre para desatascar los demás nombramientos. Los populares nos hemos quedado, además, con el Banco Central Europeo (Lagarde); los socialistas con una Vicepresidencia de la Comisión (Timmermans) y la Alta Representación de la Política Exterior (Borrell); los liberales, con la Presidencia del Consejo (Michel) y otra Vicepresidencia de la Comisión (Vestager). Se han salvado los muebles, aunque no ha sido fácil.
¿Cómo hemos llegado a una solución? Como digo, no ha sido sencillo, porque lo que habíamos prometido a los electores es que el Consejo –el sanedrín de los jefes de Estado y de Gobierno– propondría al Parlamento como presidente de la Comisión al candidato del partido que hubiese ganado las elecciones. Las ganó el Partido Popular y nuestro cabeza de lista era Manfred Weber. En segundo lugar quedaron los socialistas con Frans Timmermans al frente. El Consejo no ha nombrado ni a uno ni a otro y se ha sacado de la manga a Ursula von der Leyen que, por lo menos, pertenece a nuestra formación política. Los diputados europeístas sin excepción denunciamos que la decisión del Consejo era un paso atrás en el proceso de democratización de la Unión y un desaire al Parlamento.
La flamante candidata no se arredró y se ha pasado los últimos 15 días escuchando y haciendo suyas muchas de las propuestas de los distintos grupos políticos. No me importa tanto el contenido de su programa como el método que se ha servido para ser investida, pero sí quiero hacer una somera referencia a lo que ha prometido: un «tratado verde» para Europa, un reparto más equitativo de la carga fiscal (incluyendo la tasa tecnológica), equilibrio de género, un mecanismo de alerta temprana para detectar quiebras al Estado de derecho, un nuevo acuerdo sobre migración y asilo, el rescate del sistema del candidato principal, listas transnacionales, derecho e iniciativa legislativa del Parlamento y muchos otros guiños a los eurófilos; ninguno a los euroescépticos. Concesiones programáticas, reparto equilibrado de los puestos a cubrir y la promesa de escuchar al Parlamento han hecho posible una solución que hace unos días parecía casi imposible.
Y ¿qué pasa en España? Pues exactamente lo contrario a lo que ha pasado en Estrasburgo. Sánchez ni escucha ni hace ningún tipo de propuesta porque quiere tener las manos libres para hacer lo que quiera una vez haya amarrado la investidura. Lo mismo le da envolverse en la bandera que alentar a sus próximos a que hablen de indultos o de consultas pactadas. Si sale con barba San Antón y, si no, la Purísima Concepción. Lo que quiere es un cheque en blanco. Tampoco parece muy dispuesto a compartir el poder con quien no sea de estricta obediencia sanchista. Obedientia usque ad cadáver, como quería San Ignacio.
Pablo Casado y Albert Rivera no parecen estar por la labor, porque no se fían de Sánchez y porque saben que, una vez investido, no hay forma humana de armar una moción de censura que tenga probabilidad alguna de triunfar. Lo de Iglesias es más fácil: acepta lo que sea, incluido la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española, con tal de ser ministro, aunque sea de Marina. Pero Sánchez no traga porque sabe que Podemos no gusta en Bruselas (con un Syriza ya ha habido bastante) y, sobre todo, porque Pablo es más mediático que él y puede hacer del Consejo de Ministros una especie de Tuerka de proporciones estratosféricas.
Puede ser que, al final, Sánchez sea investido presidente si Pablo Iglesias acepta someterse al protectorado que le ofrece o, al contrario, Sánchez accede a sentarle en el Gabinete; siempre y cuando los indepes se conformen con la promesa de que ya se hablará de lo suyo cuando llegue el tiempo oportuno y se abstengan. Pero, en cualquier caso, lo que parece obvio es que Sánchez será un presidente en precario incapaz de abordar los cambios que España necesita. Parece también obvio que un Gobierno así no despertaría demasiadas simpatías en Estrasburgo.
Si las cosas no salen, Sánchez lo volverá a intentar a la vuelta del verano. Las cosas pueden cambiar. Intentará forzar a Ciudadanos –Macron, los círculos económicos, los medios…– para que firme un nuevo pacto del abrazo o incluso para formar un Gobierno de coalición. Lo que no sé es si Rivera estará dispuesto hacer como las viudas hindúes que se queman en la pira del difunto. Si Rivera no acepta tan patriótico destino, iremos a unas elecciones que no modificarán sustancialmente el peso relativo de los bloques en disputa. PSOE y el PP subirán un poco, Ciudadanos se mantendrá, y Podemos y Vox bajarán. Pero al español de a pie lo mismo le da, que le da lo mismo.
EL ESCENARIO solo cambiaría si populares y Ciudadanos asimilan lo que nuestra historia reciente demuestra: el centroderecha solo puede ganar las elecciones si se presenta unido y con un programa centrista y centrado, capaz de atraer a ese electorado moderado que da la victoria a unos u otros. UCD ganó porque, como decíamos entonces, no era ni la derecha dura ni la izquierda inmadura. Felipe llegó a Moncloa cuando abjuró del marxismo. El Partido Popular sólo se convirtió en alternativa de Gobierno cuando acogió a los democristianos y liberales que se habían quedado huérfanos, pasó de ser la derecha clásica a un partido más centrista y en Estrasburgo abandonó las malas compañías de los conservadores británicos y daneses para aliarse con los democristianos del Partido Popular Europeo. En las últimas elecciones generales nos fue mal porque nos empeñamos en matizar nuestras diferencias con Vox. Nos fue mejor en las europeas, autonómicas y locales cuando nos resituamos en el centro.
Lo que ahora toca es hacer algo muy parecido a lo que hicimos antes: Un España Suma –para seguir el ejemplo navarro– que juegue el papel que jugaron UCD y el PP en el pasado siglo. Una coalición electoral que pueda dar respuesta a los problemas de España: la cohesión nacional, la modernización de nuestra autonomía para adaptarla a la globalización y la digitalización, y dar oportunidades a esos millones de españoles que padecen lo que Jean Claude Juncker –el presidente de la Comisión saliente– ha llamado déficit de futuro. Si lo hacemos así podemos ganar. Si no lo hacemos seguiremos peleando por liderar la oposición. Y lo que yo quiero es que mi partido dirija el Gobierno, no la oposición. La segunda lección que podemos sacar de lo que ha pasado en Estrasburgo es que eso será posible si nos anclamos en el centro político. Fuera del centro no hay salvación.
José Manuel García-Margallo es eurodiputado del Partido Popular.