UNA MUJER llega a general y en su toma de posesión no alude a su sexo. Sí lo hace su jefe para advertir que Patricia Ortega es general por su valía y no por ser mujer. La general forma parte de lo que llamaré el feminismo de las bonitas, el de mujeres que no utilizan su sexo para obtener beneficios, en oposición al feminismo de las calvas. Este último feminismo, que toma su nombre –justamente feminizado– de aquella que mejor lo representa en España, es hoy una amenaza al progreso. Y en el mismo sentido que otros sujetos que amenazan la libre expresión del mérito. Por ejemplo, vástagos de las élites, desafortunados en la lotería genética, pero cuyos apellidos y su red de abordaje social les permiten imponerse con malas artes a otros más dotados. Militantes que se ganan el favor del líder mediante la sumisión permanente y beocia y cuyo trabajo principal es el de apartar de su entorno cualquier forma de inteligencia. O mujeres que, desde hace siglos, disfrazan su incompetencia con un manejo instintivo y eficaz de su belleza y su capacidad de seducción.
El obstáculo al mérito es un grave asunto. También una vertiente conflictiva del debate sobre la desigualdad. Y, sobre todo, un obstáculo a la resolución de problemas. Cuando un ingeniero de una empresa tecnológica denuncia la marginación de la inteligencia en beneficio de la mediocridad sexualmente correcta no solo denuncia una injusticia, sino que describe el peligro de un bloqueo en el ltimodesarrollo. Y que se acrecienta cuando su empresa, al castigarlo, extiende la sospecha de que lo hace por razones comerciales: a favor del marketing y en contra del laboratorio. Hace poco conté las intervenciones públicas de la vicepresidenta del Gobierno dedicadas a la propaganda de las calvas desde las últimas elecciones: 14 de un total de 18. Mediante este discurso monotemático y agobiante, la vicepresidenta busca hacerse fuerte para que cualquier intento futuro de rebajar su estatus sea interpretable –¡y desechado!– en términos de rebaja del estatus del feminismo calvo. Es humana su motivación, pero yo querría que algún economista contabilizara el coste de la continua segregación de estupideces cuando se vierten desde una altura institucional semejante. Mucho más grave que utilizar Mouton Rothschild y langosta ¡Thermidor! en cenas oficiales.
En la promoción de la bonita Ortega he visto otra ausencia: lo que la cursilería dominante llamaría la cultura femenina de la milicia. Como cualquier otra actividad de importancia la milicia no tiene sexo. No hay virtudes castrenses –ni virtud ninguna– que haya que adaptar a la perspectiva de género. De ahí que generala sea exclusivamente –y con su poco de cachondeíto, que ahora habrá que extender a generalo– la mujer del general.