Panza

DAVID GISTAUÉL MUNDO

LOS PERIÓDICOS traían ayer unas fotografías de Andoni Ortúzar, vestido con un cruel polo blanco, a quien de perfil desbordaba una barriga descomunal que se bastaba para desmentir aquella frase de Marx según la cual sólo la pobreza engendra militancia y lucha. Ojo con la analítica y la presión arterial a cierta edad. Si Ortúzar puede proclamar no ir a ser español «ni por el forro», es porque no da el tipo para otra clase de vindicación. Por ejemplo, la de Escarlata O’Hara cuando expresó una resolución más comprensible en términos marxistas: «¡Juro que no volveré a pasar hambre!». Si Ortúzar se levanta contra el hambre es porque va a la nevera. Los burgueses del nacionalismo resultan más creíbles como cejijuntos cojonudistas –o forristas– que como los desheredados del darwinismo social.

De hecho, la barriga de Ortúzar, así como sus arengas de gudari dominguero, recuerdan que el nacionalismo es un veneno introducido en el alma de ciertos pueblos sin problemas de supervivencia ni de prosperidad, bien comidos, que encuentran un cauce de expansión para el complejo de superioridad, que a veces incorpora hasta la certeza de constar entre los elegidos de Dios. Muy acorde todo, como se ve, con las urgencias sociales y el victimismo de pequeñas tribus puras, rousonianas, sometidas a opresión. Que a los últimos ejemplares del carlismo y el supremacismo, tanto en el País Vasco como en Cataluña, se les haya concedido credenciales progresistas aprovechando el conflicto de la izquierda con la identidad española posfranquista: recuerden mencionar esto cuando los historiadores del futuro les pregunten en qué momento empezó a joderse el Perú.

Al analizar la historia del siglo XX, una duda habitual consiste en preguntarse cómo fue posible que pueblos cultos, prósperos, que escuchaban música clásica y eran civilizados, se dejaran arrastrar por ciertas aventuras siniestras. Por lo general, iban embriagados de nacionalismo o de ideología. En una escala menor, porque sólo hablamos de violencias embrionarias, pregúntense ahora cómo es posible que en una sociedad próspera y que escucha música clásica como Cataluña nadie del nacionalismo haya planteado ningún tipo de recapacitación al enterarse de que ya tenían en un garaje a gente montando las primeras bombas. Cuyos estragos, por cierto, Ortúzar conoce demasiado bien como para establecer con España otra relación cojonudista.