DAVID GISTAU-EL MUNDO
PARTIDARIO siempre de los villanos en las ficciones maniqueas, no he podido sino disfrutar con la actitud cruel de Sánchez ante la rendición y puesta a su servicio de Rivera: «Lo que hace el miedo, ¿eh?». Y sí, el pavor a la intemperie, antes incluso que la ambición de poder, ésa es la única fuerza que mueve al político profesional para quien todos los desastres patrióticos posibles siempre quedarán subordinados al instinto de conservación del escaño, sobre todo si aún no se ha cotizado la pensión. Cómo le gustaba a Julio César mostrarse indulgente con los enemigos vencidos que se le arrastraban así –ello le costó la vida, por cierto–.
Ni una gamba sobre una sartén pega tantos saltos como Rivera, quien esta vez va a convertir su oportunismo en una refutación letal de su propio personaje. Porque a Rivera ni siquiera le va a perjudicar la leyenda del veleta, el líder gaseoso que funciona en términos de minucia táctica, que presume de haber extirpado en Andalucía el mismo régimen endogámico que sólo se mantuvo gracias a su apoyo, que pega bandazos tremendos y, en general, mantiene siempre a su electorado sin saber a qué atenerse con él. Es el hecho, precisamente, de actuar esta vez por miedo al destrozo electoral, por afán de supervivencia personal en el gatillazo de su propio órdago, lo que va a convertirlo en un secundario sin otros destinos que el del servir a alguien más fuerte.
El público, que es gregario y ansía ser bien mandado, siempre se siente atraído por el ganador. Pero existe el factor inverso: abandona por instinto a cualquiera al primer atisbo de debilidad y claudicación. En ese sentido, Rivera ya le huele a la gente a derrota, circunstancia fatal para mantener al votante sobrevenido, el que olfatea ganadores, por el cual Sánchez se hizo confeccionar su álbum de puto amo kennediano. Hasta hace cinco minutos, Rivera era un líder dinámico y despiadado que quería asaltar el ecosistema del PP y gobernar después, y que para ello resistió las presiones internas de los fundadores socialdemócratas incluso cuando éstos empezaron a hacerse seppuku. Ahora es un subalterno consciente de ello que suplica hacerse perdonar los atrevimientos para que le permitan volver a ser una bisagrita al servicio de cualquiera que mande. Y encima Sánchez demuestra que no se lo va a consentir si primero no se humilla un poquito más: «¿Qué era eso de la banda…?».