Causitas

Juan Carlos Girauta-ABC

«Aquí no se tolera la indiferencia, norma corriente cuando el clima cultural cobra tan peligrosa homogeneidad. Era mucho más fácil refutar el marxismo que moverse entre las balas lingüísticas (más que dialécticas) de esta izquierda extraviada y arrogante que, o dejas que se te coma, o te arrojará al averno desde la cima de su arbitrariedad»

Una cosa hay que reconocerle a Sánchez, y es lo bien que encaja en el Zeitgeist, en el espíritu de este tiempo extraño, sobrado de causitas y falto de una causa. Ya sé que en el fondo hablamos de Redondo, que es quien administra las ocurrencias, lanza los anzuelos y fabrica los MacGuffin. Pero yo, por comodidad, seguiré llamándole Sánchez, que es el señor que da la cara, aunque nada o poco diga, y nunca de verdad.

Lo asombroso es que la presencia de Podemos en el Ejecutivo opere como excusa de tanta zarandaja, al darse por descontado que las manías gramaticales inclusivas y el resto de diversiones posmodernas son peajes que el PSOE les debe a sus socios. Nada más lejos de la realidad: el cariz desconcertante de casi todo lo que dice este gobierno, perfectamente prescindible, beneficia a los socialistas, que así se dotan de un aparente ideario y eluden el vacío programático de la socialdemocracia en la que yacen.

En la mayoría de países con los que vale la pena compararse, lo del vacío socialdemócrata ya lo han solucionado: se los han sacado de encima, bien reduciéndolos cual cabeza en manos jíbaras (Francia), bien disolviéndolos y mezclándolos, en confuso montón, bajo siglas de más amplio espectro (Italia).

Zarandajas aparte, siempre habrá una política, digamos, imprescindible, que es la ligada a la tediosa gestión. Ya saben, las pensiones, la sanidad, la agricultura, los asuntos exteriores… Campos donde cabe someter las decisiones a la crítica convencional. Es el espacio clásico de debate, estrecho en una democracia europea madura. Cierto es que, cuando pasa lo de España, el ámbito de discusión se amplía bastante. Pero sin perder la racionalidad política. O, más concretamente, sin perder la razón. Nos preocupa que se reduzcan las expectativas de crecimiento, nos molesta el numerito aeroportuario de Ábalos, nos irrita que reformen leyes para Junqueras. Ese tipo de cosas.

Lamentable todo, sí, ¡pero racional! Porque lo otro, lo prescindible, lo propio del espíritu de los tiempos extraños, es la resaca paralizante tras la triste borrachera de Foucault, es la grave secuela del accidente de la deconstrucción derridiana, es el mareo ante el abismo una vez asimilado el pensamiento débil de Vattimo. Que el blablá posmoderno era una pura estafa lo sabemos hace tiempo, y no admite discusión desde Imposturas intelectuales. Fíjate, tuvieron que ser unos marxistas, Sokal a la cabeza, los encargados de ridiculizar para siempre la verborrea con ínfulas que hipnotizaba a los departamentos universitarios de ciencias débiles.

Pero el mal se ha extendido a la política cotidiana. La carga teórica no sobrevive apenas, como es natural, pero dejó la espoleta retardada del relativismo cognitivo, que va haciendo su trabajo: robarle a todo su sentido. La España de 2020 es la prueba. Hay una generación convencida de que se va a ganar la vida con una especialidad en enfoques de género, o en dinamización de grupos. Para animarla, la señora Calvo fabrica polémicas tan interesantes como la del nombre del Congreso de los Diputados. «¿Qué hacemos allí las diputadas?» Absurdo, como el abanico de títulos ajenos al mundo real que adornan a tantos jóvenes timados.

Prescindible para todos salvo para el PSOE y Sánchez, cuyo destino depende de su capacidad para mantener la ficción de que existen diferencias insalvables con «la derecha», a la que también se refieren como «las derechas», o «la derecha y la ultraderecha» o «la ultraderecha y la ultraultraderecha», dependiendo del humor del día. Curiosamente, el PNV y Convergencia (no te escondas) no serían derecha.

Es en la explosión identitaria y en las pequeñas causas (ya verán con el especismo, ya verán con la crítica al antropocentrismo), es en el atomización política posmoderna donde, felizmente debeladas las ideologías omnicomprensivas, Sánchez alimentará cada semana de su legislatura el fuego de una distinción ética categorial entre españoles. Está trazando ya una frontera insalvable con la oposición. Todo ello a base de mucha indignación moral. Sánchez inventa una España salvaje a la que se debe domeñar y reeducar.

Ahí brillan con su fulgor oscuro los nuevos anatemas, ahí se lanza la acusación de herejía negacionista al que no trague con la inminencia de un Apocalipsis climático, al que frunza el ceño ante la redecoración del único pasado al que quieren mirar, que es el de la Segunda República y la Guerra Civil. Tragedias de los abuelos de los que ya son abuelos, pero que merecen rememoración constante. Mientras, para los crímenes de la ETA, tan recientes, se exige el olvido porque la banda está disuelta. ¡Negacionista del clima! ¡Negacionista de la historia! ¡El violador eres tú! Lo que sea, siempre que se acuse, señale, estigmatice y destroce. Siempre que violente.

Otra curiosidad doméstica es el regreso de los parámetros morales de la censura franquista, del puritanismo que nos sacudimos a mediados de los setenta, bajo la especie de un feminismo distorsionado que reclama la prohibición de anuncios televisivos, carteles publicitarios o afiches cinematográficos con tal rigor que el Padre Ayala parecería tolerante. Pero el diablo no está en las imágenes sensuales. Ni en las que escandalizaron al viejo cuerpo de censores ni en las que escandalizan al nuevo puritanismo laico/ateo.

El diablo -que a la vez no existe, claro está, aunque exista el mal, que es la derecha- está en los detalles, que son, ahí voy, las múltiples causitas. Puestas una detrás de otra e impuestas sin interrupción en el contenido y el lenguaje de los medios audiovisuales, las campañas de indignación moral conforman una red de la que es difícil escapar. Aquí no se tolera la indiferencia, norma corriente cuando el clima cultural cobra tan peligrosa homogeneidad. O cedes y empiezas a hablar en su código para transmitir que no quieres problemas y que pueden considerarte uno de los suyos, o te aguarda un esfuerzo sobrehumano. Era mucho más fácil refutar el marxismo que moverse entre las balas lingüísticas (más que dialécticas) de esta izquierda extraviada y arrogante que, o dejas que se te coma, o te arrojará al averno desde la cima de su arbitrariedad.