Ignacio Camacho-ABC
- Una nación es el resultado de la dialéctica entre las fuerzas que en cada momento histórico son capaces de imponer su influencia. En España, esa tensión se dirime en torno a la idea del espacio común de soberanía y convivencia, sometido al estrés de las presiones periféricas. El modelo de dos velocidades amenaza con imponerse con el Ebro como frontera
Cuarenta años después del referéndum andaluz que cambió el inicial diseño constitucional de una España de dos velocidades, el río Ebro vuelve a configurarse como una frontera política entre las autonomías de régimen común y las que apuntan, en el mejor de los casos, cada vez más nítidos rasgos confederales. El proceso de centrifugación administrativa a favor de Cataluña y Euskadi ha sido una constante de todas las legislaturas con mayorías inestables, pero ha llegado a un punto más allá del cual el Estado amenaza con disolverse en esas dos comunidades como consecuencia de un fenómeno de licuación constante. En su diferente intensidad reivindicativa, los nacionalistas vascos y los separatistas catalanes han intuido en la debilidad de Pedro Sánchez la
ocasión idónea para pasar a otra fase: la de un cambio de régimen diluido bajo la apariencia suave de un diálogo o un «reencuentro» que disfrace la áspera realidad de un perseverante chantaje.
Fue el novelista Manuel Vázquez Montalbán quien en los años noventa, ante la transformación de la Barcelona olímpica, acuñó la expresión de «la ciudad inevitable». Se refería el lúcido escritor catalán a que la evolución urbana es el resultado de todas las presiones, maniobras y designios que logran pasar el filtro de la resistencia de los habitantes; es decir, el producto del grado de rendición de los ciudadanos al criterio dominante de los sectores de influencia que en cada momento histórico son capaces de imponer sus proyectos. Según esta visión, la vida de las ciudades está sometida a una tensión continua entre las fuerzas voraces de la política, el dinero y otros polos de intereses particulares, por un lado, y por otro una cierta conciencia social crítica cuya oposición a las primeras determina la configuración real del paisaje y de la convivencia a través de una dialéctica de energías opuestas. Dicho de otro modo, cada ciudad vendría a ser el fruto de una confrontación de impulsos contrarios a la que sobrevive, por evolución darwiniana, sólo aquello que no puede ser evitado.
Algo similar podría decirse de las naciones, de los Estados, que vienen a resultar también el desenlace de un enfrentamiento entre sus agentes internos. En el caso español, y desde hace mucho tiempo, ese antagonismo se dirime en torno al modelo territorial, a una idea de espacio de soberanía común sometido al estrés de los nacionalismos periféricos. España es cada vez más lo que queda tras el permanente traspaso de competencias y recursos de autogobierno a las regiones cuyas clases dirigentes andan empeñadas en la construcción de sistemas ajenos al que la Constitución determina como marco supremo de las reglas de juego. Sólo que se trata de un conflicto que siempre se acaba resolviendo en una sola dirección, en detrimento de la cohesión y de la igualdad y a favor de la perpetua reclamación de privilegios.
La formación del actual Gabinete de coalición auguraba desde el principio una etapa de nuevos desequilibrios, toda vez que los socios del Ejecutivo son, sin excepción, partidos identitarios firmemente decididos a utilizar la precariedad sanchista en su propio beneficio convirtiendo al presidente en rehén de sus compromisos. Apenas asentado en el poder, Sánchez ha comenzado a abonar las facturas del pacto: ya está convocada la mesa de negociación con los independentistas catalanes y trazado el calendario de nuevos y decisivos paquetes de transferencias inmediatas al País Vasco.
Con los primeros, además de las decisiones urgentes para propiciar la libertad de sus líderes presos, está cerrada de antemano la convocatoria de un polémico referéndum que convalide los eventuales acuerdos políticos y financieros. A los segundos se les concede del tirón la gestión de la Seguridad Social, las cárceles -con los reclusos de ETA dentro-, la política de recursos energéticos, los puertos de interés general y hasta los paradores de turismo, bastión de escaso interés estratégico que demuestra hasta qué punto el PNV amarra cualquier detalle suelto. Ciertamente, y a diferencia de lo que proponen los secesionistas de Esquerra, se trata de competencias contempladas en el Estatuto de Guernica, pero su cesión, largamente retrasada por distintos Gobiernos, confirma la desaparición de cualquier estructura o cuerpo estatal en suelo vasco a salvo de la residual presencia del Ejército y de algunos mínimos elementos cuyo débil anclaje garantiza un confederalismo de hecho. Todo ello a la espera de un nuevo boceto estatutario con la autodeterminación en el centro de un debate que promete desatornillar aún más los escasos pernos que mal que bien sujetan el proyecto nacional a la ribera del Ebro. Justo el límite en el que el Rey, último símbolo unitario, puede viajar sin riesgo de exponerse a reproches, ultrajes y denuestos.
Viene, pues, la enésima oleada de dispersión, una diáspora desigualitaria que culminará con lo que pueda arrancar la presión soberanista catalana, y que corre en paralelo con la paradójica centralización tributaria (al alza) que Hacienda trata de imponer por las bravas para sujetar el impulso liberalizador de Madrid y otras autonomías dinámicas. Como es lógico, el resto de las comunidades va a exigir su cuota niveladora, en un proceso que ya tuvo lugar en la etapa de Zapatero y que desembocó en un esperpento particularista de disparates y excesos. Andalucía ya se dispone a celebrar la efeméride del 28 de febrero en un clima de motín contra la nueva derrama de franquicias y fueros; el eterno ritornello del agravio que vuelve en medio de una crisis de modelo, con un Gobierno sin capacidad de control sobre los efectos de su demencial y sesgada deriva de apaciguamiento y un emergente populismo de derecha experto en sacar provecho del temor de tantos españoles a que la unidad nacional se desagüe por el sumidero.
Estamos, pues, ante uno de esos momentos claves en que «la nación inevitable» de los próximos años será la consecuencia de lo que no consigan impedir sus ciudadanos. No queda apenas margen para mantener intacto un proyecto territorial ya bastante desequilibrado. La irresponsabilidad de Sánchez va a jugar con un fuego que le puede acabar quemando las manos; roto el consenso de Estado no parece en absoluto descartable que un nuevo escarnio separatista desemboque en un estado de opinión pública peligrosamente proclive a un indeseable pendulazo.