Ignacio Camacho-ABC
La efeméride del referéndum vuelve a erigir a Andalucía en contrapeso constitucional frente al chantaje soberanista
Ningún relato objetivo de los cuarenta años de autonomía andaluza puede omitir el avance en vertebración estructural y bienestar social registrado en este período. Pero tampoco el reverso de corrupción y clientelismo -con Juan Guerra como pionero y el escándalo de los ERE como epítome paroxístico- propio de la larga permanencia en el poder del mismo partido. También es cierto que la erradicación del subdesarrollo no ha evitado que el empleo, la renta y el PIB per cápita de Andalucía sigan por debajo de la media nacional en términos relativos. El gran fracaso del autogobierno ha sido la explotación del poder en régimen de monocultivo por un PSOE que convirtió el territorio en enorme latifundio político; aun así, sería injusto negar que el balance general, con todas sus insuficiencias, ha resultado fructífero.
El relevo de Gobierno tardó porque la oposición de UCD a la autonomía plena estigmatizó a la derecha. Pudo llegar en 2012, cuando la mayoría absolutísima del PP asomaba en todas las encuestas, pero Rajoy y Montoro arruinaron el triunfo cantado de Arenas con una reforma laboral que aventaba el miedo telúrico al paro y una drástica subida de impuestos a las clases medias. La hegemonía socialista se derrumbó por cansancio y porque Susana Díaz cayó en una sorprendente autosuficiencia. Y los ciudadanos han podido comprobar que la alternancia no sólo no era ninguna anomalía ni una tragedia, sino un proceso democrático normal y hasta necesario para la depuración del sistema.
Juan Manuel Moreno, presidente por carambola, es hoy el político andaluz mejor valorado en los sondeos. Sin embargo, pasado el primer año de asentamiento del «cambio tranquilo» le toca enfrentarse a mayores retos. El primero, mejorar la sanidad, la educación y las cifras de empleo, y sacar la cultura del estereotipo folclórico que ha fomentado una especie de peronismo rociero. El segundo, adelgazar el aparato administrativo de una Junta tan sobredimensionada en tamaño como ineficaz en el procedimiento. Y el tercero, volver a liderar, como en 1980 hicieron Manuel Clavero y Rafael Escuredo, a la España igualitaria frente al eterno chantaje del soberanismo irredento, aliado ahora con una izquierda dispuesta a alquilar el poder a cambio de nuevas franquicias y fueros. Por ahí tiene un camino abierto para elaborar un discurso de liderazgo estratégico. Díaz no lo va a apoyar, obviamente, aunque es poco probable que Sánchez recompense un silencio que a ella le debe de estar estallando por dentro; pero hay amplias capas sociales moderadas dispuestas a reconocerse en el consenso de una Andalucía constitucionalista plantada de nuevo ante el nacionalismo de los privilegios.
Sólo así tendrá sentido esta efeméride del referéndum. Y nada está aún hecho. Es pronto para ese cierto perfume de autocomplacencia que ayer se mezclaba con el del precoz azahar de febrero.