Es necesario un discurso no localista, no tradicional, sobre la necesidad del Estado unitario, que puede ser descentralizado vía autonómica o federal, pero unitario. Un Estado garante de los derechos de la ciudadanía, de sus derechos, su bienestar, su seguridad. Esto es lo que está de verdad en juego, y no hay política social que se pueda hacer desde la periferia arrollando al Estado.
Me equivoqué creyendo que Maragall iba a aprovechar su afonía para mantener un mutismo hasta las elecciones de marzo, no perjudicar a Zapatero y no ser excesivamente explícito sobre sus planes. Sin embargo lo ha sido suficientemente, manifestando que a través de la legalidad va a por la reforma del Estatuto; pero amenazó que si por la legalidad no lo alcanza habrá drama, que es una manera de negar lo primero. Este hecho significa que el PSOE asume, o tiene que asumir, una estrategia de desgaste del PP desde la rebelión de la periferia. La misma declaración de Manuel Chaves sobre la reforma del Estatuto andaluz, con la creación de una Agencia Tributaria que demostraría contradictoriamente con sus intereses lo deudora que es su comunidad de otras comunidades, supone la adhesión a esa estrategia. En vez de preocuparse por la propuesta de Maragall abre, él también, el frente periférico contra el Gobierno del PP.
Pero lo de Cataluña no es lo mismo que lo que pasa en Euskadi. Por lo menos en la actualidad no lo es, porque a lo largo del debate de investidura de Maragall no se observaba ni el deprecio ni el odio que hacia España se ofrece aquí. Que pervive, aunque menos, esa vocación política catalana de participar en la política española; una cierta apología, hija de las circunstancias, de poner en valor el encuentro entre las izquierdas por encima de la contradicción entre nacionalistas y no nacionalistas. La amable visita del presidente del Parlamento catalán al Rey es prueba de que todavía no es lo mismo. Pero tiempo al tiempo, porque las formas pueden desaparecer en el enfrentamiento. Quién nos iba a decir hace cinco años que Atutxa acabaría comportándose como se comporta, y aquí sabemos lo poco que sirven las formas cuando se adoptan políticas hacia la imposición, hacia el drama. Esperemos que no pase y no tengan que padecer los catalanes lo que nosotros padecemos.
Además, uno sospecha que el fracaso electoral de CiU, por encima de las corruptelas de las que se le acusa, ha sido precisamente por mantener la tradición catalana de comprometerse en la política española. Sus encuentros y apoyos mutuos con el PP -como antes los tuvo con el PSOE- han erosionado su imagen de partido nacionalista, una falla bien aprovechada por ERC a la que el mismo PSC le dio credibilidad de fuerza emergente, de la misma forma que fue IU quien otorgó credibilidad de alternativa al PP frente al Gobierno de Felipe González. Las credibilidades en política no las alcanza uno, se la tienen que ofrecer desde fuera. Y para acelerar el proceso, Artur Mas avisa que vigilará todas promesas que el nuevo honorable president ha formulado de reforma del Estatuto. No hay freno en el Parlament, salvo el PP catalán.
La otra cara del problema es que la respuesta gubernamental del PP ante la ofensiva periférica -con su firmeza causada por ostentar el Gobierno de España- no ofrece un discurso progresista de la defensa de ese logro civilizador e ilustrado que es el Estado unitario, sino que se escora hacia las concepciones tradicionales de la necesidad de esa unidad. Se carece de un discurso progresista de España, sustituido por una apariencia progresista de esta profunda involución de la dispersión periférica. Lo progre es lo cercano, lo inmediato, sin descubrir lo insolidario que significa, pero, sobre todo, su incapacidad para ofrecer al ciudadano los niveles de bienestar que se exige en esta época.
Desde finales del XVIII el modelo de Estado disperso fue abatido por las revoluciones o reformas liberales. Por eso, no me gusta el discurso localista, que sólo se queda ahí, del diputado general de Álava en la Moncloa, de rechazo desde el alavesismo del plan Ibarretxe. Quizás sea lo que le toque hacer, pero es necesario un discurso no localista, no tradicional, sobre la necesidad del Estado unitario, que puede ser descentralizado vía autonómica o federal, pero unitario. Un Estado garante de los derechos de la ciudadanía, de sus derechos, su bienestar, su seguridad. La vuelta a los privilegios localistas es el principio de la insolidaridad y, a la postre, a situaciones anteriores a la II República en todos los ámbitos para el ciudadano: en lo que se refiere a su pensión, su salario, su educación, su salud, su libertad, etc. Esto es lo que está de verdad en juego, y no hay política social que se pueda hacer desde la periferia arrollando al Estado.
Eduardo Uriarte Romero, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 26/12/2003