Ignacio Marco-Cardoqui-El Correo

En este máster intensivo que hemos hecho todos en materia sanitaria, ayer aprendí un término nuevo: El síndrome de la cabaña. Que es como se denomina a la actitud de muchas personas que, tras un prolongado confinamiento, se resisten a salir del lugar en donde han estado confinados, bien sea por miedo, por costumbre o por desidia. Me ha venido a la cabeza esa opinión generalizada que propone repatriar producciones de muchos productos y contener el proceso de la globalización, ante los quebrantos sufridos en las cadenas mundiales de producción y los graves problemas de abastecimiento registrados en productos esenciales para luchar contra la pandemia y proteger a quienes luchan contra ella en primera línea de fuego.

No estoy tan seguro de que tal cosa vaya a ocurrir, ni siquiera de que sea conveniente que nos confinemos en una ‘cabaña económica’. Estoy de acuerdo con la idea de que hemos ido muy lejos en esto de la globalización. Por ejemplo, ¿tiene algún sentido que traigamos cerezas desde Chile en invierno, con lo que eso supone de desarreglo económico y de despilfarro energético? Pagamos una barbaridad por un capricho que multiplica el coste y obliga a utilizar una compleja cadena de suministro. Que conste que me encantan las cerezas, pero me obligo a esperar a las del Regato o del Jerte.

Eso es una anécdota. Pero, ¿volveremos a producir cada uno lo que necesita? Estoy seguro de que no. Por la sencilla razón de que es profundamente ineficiente y porque la realidad ha demostrado que la Teoría de las Ventajas Comparativas -una de las primeras elaboradas por los economistas-, se cumple a rajatabla. El mundo ha progresado al ritmo que progresaba el comercio internacional. Eso es una verdad estadística. Una cosa es que prioricemos los productos Km 0 en el consumo familiar y compremos en el comercio local, que eso está muy bien, y otra destruir las múltiples ventajas que aporta la globalización.

El otro problema, el desabastecimiento, se puede solucionar con la aplicación de lo que ha faltado, que es previsión, primero, y humildad, después. Es bien cierto que nadie podía prever la ingente cantidad de respiradores, EPIs, mascarillas y guantes que hemos necesitado. Pero una vez descubierta la carencia, se podía haber recurrido a aquellas empresas que están acostumbradas a manejar miles de productos, de diferente orígenes y en espacios cortos de tiempo y que, además, tienen buenos contactos en China. Pero claro, ¿quién se humilla ante los Roigs o los Ortegas después de las lindezas que les han lanzado desde el Gobierno?