Ignacio Camacho-ABC

Tendremos que aprender a administrar el miedo. Porque la única certeza actual es la de la persistencia del riesgo

Ahora ya lo sabes: vamos a pecho descubierto. En el sentido literal, porque el maldito virus tiene fijación por los pulmones y se regodea en ellos. Aunque el estudio de seroprevalencia del Instituto Carlos III sea sólo un muestreo, por amplio margen de error que tenga su resultado seguiría siendo muy poco esperanzador al cabo de dos meses de encierro. O precisamente por eso, porque la reclusión generalizada no era un tratamiento sino una medida de urgencia para evitar que el sistema sanitario colapsara por el aluvión de enfermos. Y aun así colapsó en muchos sitios, como viste, pero las cifras de muertos habrían sido mucho más dramáticas sin el confinamiento. Por eso la desescalada, como la llama el Gobierno,

 sólo significa que los hospitales están algo más aliviados para acogernos si caemos. Y que tampoco se puede tener a un pueblo indefinidamente parado sin que lo que colapse sea el país entero. Pero el bicho sigue ahí, y seguirá hasta que la ciencia encuentre -no será pronto- una vacuna o un remedio. No hemos desarrollado inmunidad colectiva sólo por escondernos. Y en este proceso de vuelta a la normalidad -es un decir-, que unos encuentran precipitado y otros demasiado lento, tendremos que acostumbrarnos a convivir con la única certidumbre posible en este momento: la de la persistencia del riesgo. Y por consiguiente, aprender a administrar el miedo.

El miedo no es necesariamente malo, no al menos en este caso si sirve para generar prudencia ante la posibilidad -cierta, verosímil, estadísticamente plausible- de contagio. También nos puede paralizar; lo llaman el «síndrome de la cabaña», el temor ancestral a salir de la zona de seguridad después de un tiempo prolongado. Cada uno tiene su propio plazo. No nos van a ayudar, desde luego, las instrucciones de un Gobierno desconcertado e incompetente que rectifica y se contradice a cada paso; fíjate en el sainete de las mascarillas, que han pasado de ser superfluas -«un quitamiedos», le dijeron a una enfermera amiga mía que por no usarlas se acabó infectando- a elemento irrenunciable del quehacer diario. Simplemente antes no las podían conseguir y apelaron, como siempre, al engaño. Mejor fiarse del instinto de supervivencia, del reflejo automático de ponerse a salvo. A salvo del Covid… y del caos.

Vienen más meses duros. La epidemia nos va a robar prácticamente -y con suerte- un año. Habrá más víctimas, y un golpe económico brutal, y un debate político atroz, y un sistema de relaciones humanas severamente averiado; tan orgullosos como estábamos de nuestro cálido estilo de vida mediterráneo. Ni siquiera descartes que tengamos que volver a encerrarnos. Porque al final, la pregunta crucial es la de qué nación o qué sociedad moderna puede adquirir el hábito de aceptar como un hecho consumado, como un diezmo rutinario, la muerte amontonada de varias decenas o cientos de miles de ciudadanos.