Luis Ventoso-ABC

  • Hoy se puede luchar contra la enfermedad sin el excepcional estado de alarma

El sábado salí a correr un poco tras el levantamiento del toque de queda de las ocho. Opté por calles de casas bajas, usualmente desiertas. Pero aquello parecía Fuencarral en día de rebajas, atestado. Al tratarnos como un rebaño de corderos sin criterio y establecer horarios de salida, en lugar de respetar nuestro sentido de la responsabilidad y libre albedrío, el Gobierno ha logrado amontonarnos, con el consiguiente riesgo. Mientras avanzaba con mi desentrenado trote cochinero, me acordaba de lo que decía Reagan (para el progresismo, un tarugo; para mi, un crack): «Espero que un día se entienda que el ser humano no es libre a no ser que el Gobierno sea limitado. Es como una ley de la física:

a medida que se expande el Gobierno, la libertad se contrae». En España, Sánchez se ha expandido demasiado.

Todo ha tomado un sesgo un poco absurdo. Durante semanas un perro era un visado para pasear, mientras los niños permanecían enjaulados. Se estableció un cierre universal, idéntico para una ciudad de tres millones atenazada por la epidemia y para un pueblo de diez mil vecinos sin fallecido alguno. Se cerró la economía por completo durante diez días -la famosa «hibernación»-, sin que sepamos para qué ha servido, más allá de empeorar una tétrica crisis. Se ha aplicado un estado de alarma que como bien advierten muchos juristas en realidad ha sido un estado de excepción (basta leer la Ley de 1981 para constatarlo). Se ha constreñido el pluralismo político, al ocupar el Gobierno las televisiones de un modo propio de las dictaduras (la cadena pública incluso oculta las caceroladas contra Sánchez). Un Ejecutivo omnipresente adoctrina al público. Un vicepresidente ha aprovechado la emergencia sanitaria para hostigar al jefe del Estado, a los jueces, a los medios críticos y a los empresarios. Se ha ninguneado al Parlamento, y mientras Francia debatía allí la desescalada, aquí todo han sido hechos consumados. Llevamos ya 66 días de democracia entre paréntesis.

Se entiende, y se comparte, que en su momento hubo que tomar medidas drásticas de confinamiento para salvar vidas y evitar el colapso del sistema sanitario. El 31 de marzo se reconocieron 929 muertos. Ayer fueron 87. Los hospitales se han descongestionado. Los estudiantes alemanes, franceses y austríacos ya han vuelto a clase hace días. Aquí el Gobierno ultrapoderoso del mando único se lava las manos y deja el embolado educativo a las autonomías, con unos padres desesperados que no saben a qué atenerse. Los despidos y erte son la verdadera «nueva normalidad» en los hogares. Las organizaciones filantrópicas están desbordadas. Pero no existe un plan claro y decidido de rápida reactivación de la economía (Italia ya abrirá todo hoy). La diligencia se reserva para intentar prolongar un mes más unos poderes excepcionales que mutilan derechos básicos.

Ya es suficiente. Toca volver a la normalidad democrática, porque la legislación ordinaria basta a día de hoy. Hay que enchufar la economía, o la próxima epidemia se llamará desesperanza, depresión y miseria. Y hay que convertir a Napoleón Sánchez en lo que debe ser: el presidente. Nada menos. Pero tampoco nada más.