Pedro Chacón-El Correo

Es muy fácil establecer un paralelismo entre lo ocurrido al PP en Galicia y al de aquí. Allí, un líder fuerte con un partido cohesionado detrás, una línea moderada, un arraigo en la tierra y, por encima de todo, un sentido de que unas elecciones autonómicas significan eso: ‘autonomía’ respecto de la política nacional y no interferencia de esta en la política autonómica. De esa manera, Alberto Núñez Feijóo ha conseguido exactamente lo que quería: revalidar la mayoría absoluta, empatando a cuatro con el legendario Fraga y, atención, dejar a Vox fuera del Parlamento gallego. No se puede pedir más.

Frente a esta realidad, tenemos una situación del PP vasco donde se ha dado toda la apariencia de recurrir de manera improvisada a un líder a escasas semanas de iniciarse la campaña electoral. Donde el partido no aparentaba tampoco estar cohesionado detrás del nuevo líder. Donde no se ha sabido contrarrestar el discurso repetido hasta la saciedad de que estábamos ante la vuelta de un dirigente del pasado, como si otros, empezando por el propio lehendakari, fueran unos chavales recién llegados. Donde el líder ha vuelto a demostrar una inexplicable falta de reflejos para contrarrestar la maledicencia personal más desalmada que se ha dado en la política vasca de los últimos cuarenta años. Y donde, en fin, los pactos a nivel nacional entre PP y Ciudadanos entraron en la política autonómica vasca como elefante en cacharrería, imponiendo una coalición desigual, que podría tener su sentido para unas generales pero que habría requerido muchas más explicaciones para unas autonómicas.

Se veía venir y al final se ha visto. El resultado es muy malo. Y recurrir a la abstención solo ahonda en la herida: ¿Por qué no acudieron los nuestros? Si el voto del extranjero no lo remedia, ni siquiera el líder de Ciudadanos en Euskadi estará en el Parlamento vasco. Y encima estará también Vox, que era lo que se trataba de evitar con un perfil como el de Carlos Iturgáiz. El resultado de todo ello -Galicia, País Vasco, Ciudadanos y Vox- es que Pablo Casado ha fracasado en toda regla y en esa misma medida, no menos pero tampoco más, ha fracasado su elegido, Carlos Iturgáiz.

Pero, dicho esto, se imponen una serie de cuestiones que matizan bastante -por no decir que anulan- ese paralelismo gallego y vasco en el ámbito de la derecha. La primera tiene que ver con el distinto carácter de ambas regiones. En Galicia hay un nacionalismo sin inmigración española que lo convierte en una suerte de pátina cultural, identitaria, que impregna a la población sin estridencias ni discriminaciones internas y eso un partido de derecha tradicional como el PP lo sabe interpretar a la perfección. En el País Vasco, en cambio, el nacionalismo se fraguó frente a una inmigración masiva y aquí sí surgen otros fenómenos de calado que lo cambian todo.

Aquí tenemos una necesidad forzada y sobreactuada de demostrar que somos de aquí y eso explica el apoyo soterrado al terrorismo de ETA durante tantos años entre extensas capas de población inmigrante y eso explica el recibimiento a pedradas a los líderes de Vox en sus mítines. No es nacionalismo exacerbado: ya vale de inflar el globo. Que sea imposible saber quiénes tiraban las piedras no impide suponer que muchos -quizás la mayoría- fueran maketos.

La derecha vasca, tras el cese del terrorismo y la disolución de ETA, todavía no ha interiorizado que está ante una nueva fase de su vida política mucho más dura, en términos ideológicos, que la que terminó entonces. La derecha vasca está sometida ahora a un proceso de estigmatización doble. Por una parte, el heredado del terrorismo, que ha calado en toda una juventud adoctrinada superficialmente, que ha comprado el mensaje fácil y simple de que la derecha vasca es una suerte de continuadora de Franco. Y esta estigmatización se solapa con otra, más profunda, propia de una generación anterior y que nos quiere hacer creer que el País Vasco democrático actual es únicamente producto del nacionalismo más el socialismo. Y así es como se reivindica el primer Estatuto vasco de 1936 como antecedente del actual, cuando resulta que fue aprobado en unas Cortes sin diputados de la derecha, todos huidos de un Madrid tomado por las checas; o se ignora supinamente la tradición liberal y foral de la derecha vasca, a la que se le deben minucias como los Conciertos Económicos o el papel clave de las diputaciones forales.

Aquí al PP no le vale la receta gallega. La derecha vasca ni ha dimensionado todavía el desafío que tiene por delante ni ha calculado aún los medios humanos y materiales que necesita para enfrentarlo. Y que Vox vaya tomando cada vez más fuerza, si este panorama no cambia, es solo cuestión de tiempo.