En 1994, el grupo terrorista ETA proyectó asestar golpes espectaculares contra la incipiente democracia española y fue reuniendo jugosos botines para financiarlos. Precisamente, en ese mismo año, la barbarie política cobró a sus más relevantes víctimas modificando el perfil histórico de México al tiempo que se daba, sin ser reconocida oficialmente, la llegada de una célula de ETA a nuestro país desde la insubordinación neozapatista.
¿Accidentes en escarpados escenarios o crímenes con escenografías minuciosamente preparadas? Cuando indagamos sobre las muertes recientes de algunos personajes de la vida pública colocados en la espiral de las sospechas, se suele concluir, aun cuando se carezcan de datos duros para ello, que los asesinatos desde el poder suelen ser siempre camuflados y rara vez dejan rastros precisos.
Por ejemplo, pasaron ya cuarenta y seis años largos desde el magnicidio de Dallas y ni siquiera los influyentes deudos del clan Kennedy, pese a su enorme presencia política, han podido siquiera avanzar más allá de las sospechas sobre la posibilidad de que no fuera un solo tirador, Lee Harvey Oswald, oficialmente reconocido como el asesino material, el responsable del ominoso suceso. Y tal, sin duda, es el paralelismo justificante para cuantos defienden la negligencia del gobierno mexicano.
¿Conjuras o locuras? Cuando es imposible ocultar los hechos, esto es ante los atentados evidentes, surge entonces la interrogante que recala, claro, en el permanente manoseo de los hechos, incluso hasta la alteración de las escenas donde se ejecutan los crímenes ––en Lomas Taurinas, la depauperada colonia de Tijuana que se convirtió en referente en 1994, hace ya dieciséis años, se pretextó la instalación de una estatua para alterar todo resquicio de autenticidad–, para asumir conclusiones insostenibles si se utiliza, siquiera un poco, la capacidad deductiva. Por lo general, la oficialidad opta por centrar en un solo individuo o en una pandilla, cuyos miembros son capturados casi en flagrancia, las responsivas de las ejecuciones.
A Mario Aburto Martínez –lo mismo que a Daniel Aguilar Treviño, el tirador detenido por un policía bancario luego de disparar contra José Francisco Ruiz Massieu en septiembre de 1994–, lo detuvieron en el lugar mismo de los hechos aun cuando, como exhiben las cintas de video, le dejaron acercarse y actuar contra el candidato del PRI a la Presidencia de la República quien se había convertido, en sus ansias por ganar credibilidad ante una sociedad lastimada y cansada de la hegemonía priísta, en un personaje demasiado incómodo para cuantos sostenían los hilos del poder. Quizá por ello, estos mismos personajes movieron, con antelación, la ficha del doctor Ernesto Zedillo, el mayor beneficiario entonces del drama, en ruta hacia la primera magistratura.
El 7 de diciembre de 1998, la pomposamente llamada Comisión de Seguimiento a las Investigaciones en torno a los Atentados en contra de los Ciudadanos Luis Donaldo Colosio y Francisco Ruiz Massieu de la Cámara de Diputados –es más larga su denominación, se llevó casi un párrafo, que los resultados ofrecidos por la misma–, me citó para que diera información relevante sobre el tema. Y concluí –«Los Escándalos», Grijalbo, 1999–:
Estimo que la verdad no aflorará mientras esté en la Presidencia el principal beneficiario del crimen.
DEBATE
Recuerdo lo que me dijo, en el penal de «alta seguridad» de Almoloya, hace nueve años –el 22 de marzo de 2002–, Mario Aburto, convertido en celebridad tras el asesinato de Colosio:
–Mire, puede usted aplicar su imaginación como quiera y pensar lo que mejor le convenga. Yo ya le dije que no voy a declarar nada.
Fue un momento de evidente tensión. Estábamos solos, en el cubículo número cinco, tras pasar diecisiete rejas con sus consiguientes cerrojos, él y yo. No era fácil digerir que al otro lado de la pequeña mesa de lámina me respondía, sin custodios –estos aguardaban en el pasillo contiguo–, el señalado como el asesino material de Colosio y actor, por tanto, del suceso político de mayor relevancia en la historia de México en la segunda mitad del siglo XX.
Dos veces me repitió:
Soy sólo un chivo expiatorio pero no voy a hablar más. («Confidencias Peligrosas», Océano, 2002).
Y hasta recurrió, porque según expresó el encierro le impulsaba a liberar su espíritu, a uno de los grandes pensadores universales:
–Como dijo Confucio: «habla bien de ti y nadie te creerá; habla mal y todos aceptarán».
EL RETO
Por curioso lo señalo. En 1994, el grupo terrorista ETA proyectó asestar golpes espectaculares contra la incipiente democracia española y fue reuniendo jugosos botines para financiarlos. Precisamente, en ese mismo año, la barbarie política cobró a sus más relevantes víctimas modificando el perfil histórico de México al tiempo que se daba, sin ser reconocida oficialmente, la llegada de una célula de ETA a nuestro país desde la insubordinación neozapatista.
Y en 1995, ETA, con amplios recursos –es obvio que gracias a la extensión de sus coberturas–, disparó sus hechos criminales incluyendo el atentado contra el entonces líder de la oposición, José María Aznar, y el plan fallido para asesinar, en el verano del mismo año en Palma de Mallorca, al Rey Juan Carlos de Borbón. No se olvide que se trató de una época marcada por los escándalos de los GAL –los grupos extremistas en apariencia tolerados y hasta protegidos por el gobierno socialista de Felipe González y destinados a ejecutar a los terroristas con sus mismas armas–, y la recuperación de la derecha que se haría efectiva en 1996 con el inicio de la presidencia de Aznar. ¿Sólo casualidades?
Cada que repasamos los hechos sucintos encontramos más paralelismos entre el terrorismo, el narcotráfico y algunos subversivos.
LA ANÉCDOTA
Semanas después de finiquitar su gestión como gobernador de Sonora, Manlio Fabio Beltrones, enfrentado a Manuel Camacho Solís sobre los escenarios del crimen de Lomas Taurinas, debió defenderse de diversas versiones, algunas de ellas generadas en el célebre New York Times, que le acusaban por mantener relaciones con algunos capos. Para el efecto creó una pormenorizada carpeta exponiendo la superficialidad de las acusaciones. En ese contexto, me atreví a deslizarle una pregunta:
– Como gobernador y amigo que fuiste de Colosio, ¿nunca preguntaste al presidente Carlos Salinas quién pudo fraguar el magnicidio?
– Sí. Lo hice. Y alguna vez me deslizó un nombre: Ricardo Canavatti Tafich (años después este personaje sería alcalde de Monterrey) primo hermano de Bitar Tafich, uno de los principales cabecillas del Cártel de Juárez, el tercero en liza.
Desde luego, Beltrones tenía motivos de rencor contra Canavatti: él fue quien orquestó, aprovechando a algunos contactos familiares, la campaña del New York Times.
Lo recuerdo porque ahora, dentro del «nuevo» PRI, Canavatti y Beltrones ya hasta comparten la mesa.
Rafael Loret de Mola, El Diario de Cohauila (México), 23/3/2011