Pedro Chacón-El Correo

Cuando Juan Carlos I asumió el título de Rey en 1975 comenzaba una singladura que trastocaba los principios mismos de la institución monárquica. Porque si por algo se caracteriza esta fórmula de Estado es por la herencia, mejor dicho, por el prestigio heredado. Y en el caso español se le estaba pidiendo otra cosa muy distinta: que el Rey se ganara el puesto. El anterior rey, Alfonso XIII, desprestigió a la Monarquía aceptando la Dictadura de Primo de Rivera, así que recurrir a la Corona de nuevo exigía de esta un plus de legitimidad, una demostración evidente de que la forma monárquica era útil para afianzar las libertades en España y no supondría un riesgo para su estabilidad.

Por suerte para el país las cosas se hicieron bien en ese sentido durante una buena parte del largo reinado de Juan Carlos I. Leí hace poco que en todo el proceso de traída del ‘Guernica’ de Picasso, en septiembre de 1981 -algo en lo que todos los partidos, desde el PCE hasta AP se pusieron de acuerdo y cuya instalación en Madrid significó la clausura simbólica del enfrentamiento entre las dos Españas y la legitimación definitiva de la Transición democrática-, el abogado que se encargó, de parte del genio de Málaga, de decidir cuándo en España se daba un grado de libertad equiparable al que se perdió con la Guerra Civil, Roland Dumas, declaró que el personaje español que más le impresionó de todos los que conoció y que más confianza le transmitió en el sentido de que las libertades y la democracia habían venido a España para quedarse, fue el rey Juan Carlos.

Que finalmente el emérito se tenga que marchar es una pésima noticia para la institución monárquica y, por tanto, también para España como país. Ha fallado estrepitosamente la primera condición que impulsó la forma monárquica en la España del inicio de la Transición, la de que el Rey se hiciera ganar el respeto de todos. Y esto es, sin lugar a dudas, lo peor que cabía imaginar desde el punto de vista político, en el contexto actual de riesgo sanitario.

Cuando Felipe VI asumió el título, en junio de 2014, ahora hace poco más de seis años, ya sabíamos que algo feo tenía que haber para que Juan Carlos I no llegara, por un año, a celebrar sus 40 de reinado. Pero las abdicaciones poco antes del Papa Benedicto o de la reina Beatriz de Holanda ayudaron a disimular un tanto las cosas. Ahora ya no hay disimulo que valga. Y es de una gravedad extrema porque tiene muy mal arreglo. Primero porque vaya donde vaya seguiremos sabiendo de los tejemanejes sentimentales y financieros del emérito, por muy lejos que esté. Con lo que Felipe VI va a tener que volver a la casilla de salida de la Monarquía en 1975, la de tener que ganarse el puesto a pulso, con el agravante de su propio padre desestabilizándole. Y segundo, porque ponernos ahora a imaginar siquiera, con la peor crisis económica y social desde el inicio de la Transición, en una alternativa a la forma monárquica en España nos lleva a eso, a la tormenta perfecta.