Pedro Gómez Carrizo-El Español

El autor parte de una reflexión sobre los cambios en la heráldica de Felipe VI para denunciar el auge de las dinámicas disgregadoras y del particularismo paleto en la sociedad actual.

Mal presagio fue que del escudo de Felipe VI desaparecieran el yugo y las flechas. El motivo oficial que se dio para esa renuncia fue que estos símbolos, junto con la cruz de Borgoña, eran todos ellos ornamentos personalizados en la figura del Rey Juan Carlos. Lo cierto, me temo, es que se trataba de una claudicación. La Monarquía, y con ella el Estado de Derecho en el que esta institución se incardina, se rendían una vez más ante la presión de la ignorancia que vinculaba el yugo y las flechas a la Falange y al franquismo.

Pero la realidad de esos elementos heráldicos era muy distinta. Los había ideado para los Reyes Católicos nada menos que el gran humanista Elio Antonio de Nebrija, uno de los sabios más ilustres que ha dado esta nación. A don Fernando, Nebrija le propuso el yugo con la cuerda rota alrededor y el lema «tanto monta», y a doña Isabel, el haz de flechas, también atadas por un trozo de cuerda.

Tras el yugo fernandino estaba la historia de la carreta de Gordias, aquella cuyo yugo había sido atado con un nudo impenetrable. El auspicio era que nada se interpondría en el camino de quien lograra deshacerlo. Como recuerda la leyenda, Alejandro Magno, en un alarde de determinación —y, como diríamos hoy, de creatividad y pensamiento lateral— resolvió tajantemente el problema cortando con su espada el nudo gordiano. Por eso el mote heráldico de Fernando el Católico significa «tanto monta cortar como desatar».

Con la divisa personal de Isabel se hacía alusión a otra historia de no menor nobleza, vinculada a la misma materia clásica, la vida de Alejandro. La leyenda contaba la enseñanza que el glorioso conquistador macedonio recibió de un filósofo. Este fue cogiendo varias flechas ante Alejandro, y con toda facilidad las fue partiendo de una en una. Luego las tomó todas juntas y no logró quebrar el haz que formaban. El significado de aquella acción era claro: la unión hace la fuerza, las fragilidades individuales de las partes desaparecen cuando los iguales se unen.

¿Por qué eliminar esos dos distintivos de los escudos, guiones y estandartes españoles? Eran portadores de sendos mensajes de extraordinaria belleza y de una gran potencia simbólica, ambos inspirados en el principal espejo de príncipes de nuestro Renacimiento.

Esa resignación a desterrar el lema de la unión de la nación en el emblema de su Corona parecía, como digo, un mal presagio. En plena ebullición de las dinámicas disgregadoras, podía entenderse como un torpe acto de apaciguamiento, precisamente en el año en que debía producirse el órdago de la secesión de una de las partes del país. Suponía, además, la constatación de que la dejación de la responsabilidad didáctica que tanto daño ha hecho a España, lejos de corregirse, iba a seguir siendo la norma. ¿Tanto costaba explicar que el yugo y las flechas no se los había inventado José Antonio?

La hipertrofia de lo particular está vaciando de valor todo lo común: triunfa un primitivo particularismo

El mensaje era que la batalla cultural iba a seguir perdiéndose por incomparecencia en el campo. Y en efecto así ha sido: en España el pensamiento es derrotado cada día. La última víctima, Cayetana, una de las únicas personas en la palestra política con la capacidad y la voluntad necesarias para acometer una empresa tan titánica como la de convencer a la mayoría del pueblo español de que la propuesta de un Estado de ciudadanos libres e iguales es una buena idea.

Pero ¿a qué nos enfrentamos? ¿Cuál es esa fuerza que derrota nuestro pensamiento? Cui prodest? ¿A quién o quiénes podría interesar el debilitamiento máximo o la destrucción de España?

A los sospechosos habituales ya los conocen, y son numerosos y variados. Habrá quien ponga el foco en las grandes potencias, en especial las emergentes, que desean incrementar su estatus empleando la clásica estrategia del divide et impera. Otros señalarán a vecinos endémicamente incómodos, muy particularmente el del sur, y con intereses enfrentados. No faltará quien recuerde que las grandes multinacionales procuran siempre escenarios fragmentados donde el poder político poco haga temer al poder económico. Y por supuesto muchos descubrirán en los caciques tribales el mayor acicate para proseguir en el proceso de desmembramiento.

Pero existe un sospechoso que supera con creces a todos los anteriores. Alain Finkielkraut nos dio hace años buenas pistas en un luminoso ensayo donde señalaba que la derrota del pensamiento es el triunfo de la memez. Y sin duda, en nuestra búsqueda de explicaciones, esta es la mejor navaja de Ockham. Como afirma el Principio de Hanlon: «Nunca atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez». Ese es el principal enemigo; la memez, la estupidez, el idiotismo rampante.

Para descubrir hasta qué punto el idiotismo guarda una estrecha relación con el mal que nos aflige basta con acudir al origen etimológico de idiota. La palabra llegó al español, a través del latín, desde el original griego ἰδιώτης, un adjetivo formado con la raíz ἴδιος, que en griego significaba «lo privado, lo particular, lo personal». Si devino un insulto fue porque en la Antigüedad grecorromana, cuando el concepto de ciudadanía estaba muy asentado, el idiota era lo contrario del ciudadano, pues era aquel que se preocupaba solo de sus intereses particulares, sin ver más allá de sus propias narices.

Desde este ángulo, el emblema de las flechas de Isabel la Católica bien podría interpretarse como un «No seamos idiotas». Un consejo valioso en tiempos en que el idiotismo es hegemónico. En efecto, no son sino las alas del idiotismo las que elevan el vuelo de los ediles de León que aprueban rotular las calles en llionés o el de los aguerridos defensores del asturianu que se dedican a vandalizar los rótulos escritos en español. La propia raíz ἴδιος presente en la palabra idioma da idea de ese proceso de estupidización imparable: del dialecto al habla regional, de esta al habla local para concluir en el idiolecto. Pronto podrá ser reivindicado cualquier analfabetismo.

Así, la hipertrofia de lo particular está vaciando de valor todo lo común. Ni siquiera estamos ante una tensión entre polos de la que pudiera surgir una síntesis enriquecida, porque lo que se enfrenta a lo común no es un individualismo evolucionado, sino un primitivo particularismo. Pueden confundirse, pero son muy diferentes.

Se lamina la patria política en beneficio de la patria chica, para ir luego acercando esta cada vez más a la tribu

En un ensayo seminal y no lo bastante leído sobre épocas literarias y evolución, el poeta y profesor Carlos Bousoño distinguió entre el personalismo del salteador de caminos y el individualismo del creador: el primero pone el foco en exclusiva en su particularidad, la mirada del segundo se fija en la parte una vez que ha tenido en cuenta el todo.

Idiotas habrá siempre, pues al igual que la tendencia tribal, tan arraigada, el idiotismo es parte consustancial de la naturaleza humana. Por eso mismo, hay que tratarlo como tal, sin demonizarlo, sin estigmatizarlo, pero por supuesto, también sin potenciarlo.

Sucede como con otras debilidades de nuestra condición, eso que antes llamábamos pecados. Todos los seres humanos tenemos nuestro punto de lujuria, de gula, de ira, de avaricia, de envidia, de soberbia, de pereza… No conviene que nos flagelemos por ello, ni que nos pongamos silicios, pero habría que ser estupendamente posmoderno para abrazar un sistema ético que tuviera cualquiera de estas características como bandera.

Y sin embargo eso es justo lo que hace la desaforada defensa del idiotismo, de la particularidad: potenciar los impulsos más primitivos de nuestra naturaleza social. El cansino y falso discurso de la diversidad empieza laminando la patria política en beneficio de la denominada patria chica, para ir luego acercando esta cada vez más a la tribu.

En fin, como digo, idiotas habrá siempre, lo que varía según las épocas es su prestigio y su influencia. Sucede que en esta época nuestra se han hecho con el poder. Hoy en España el partido de Pablo Iglesias ha sabido encarnar de una manera bastante nítida las características del idiotismo hispano, y lo está sabiendo promover por todo el territorio.

Como ejemplo, un dato, algo puramente anecdótico, lo reconozco, pero una anécdota muy a propósito para sacar una categoría: la votación a favor de la rotulación en bilingüe en León salió adelante con el voto a favor de los nueve concejales del PP.

De ese mismo PP que, soltado el lastre de Cayetana, podrá seguir elevándose con las alas del idiotismo.

*** Pedro Gómez Carrizo es editor.