GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO

  • La equivocación del terrorismo no fue haber confundido a algunas de las víctimas contra las que atentó, sino haber existido

El 27 de marzo de 1969 los alumnos del colegio Virgen de Arrate de Eibar descubrieron una fiambrera de plástico durante el recreo. Jugaron con ella hasta que escucharon un ruido en su interior. Al abrir la tapa vieron un reloj despertador, explosivo plástico, medio cartucho de dinamita, detonador y una pila. Según un informe militar, «este artefacto no llegó a explosionar, siendo desmontado por los niños que lo encontraron, que extraviaron la pila que tenía conexionada». ETA había confundido el colegio con el edificio contiguo, la sede del Frente de Juventudes.

José María Piris Carballo, de 13 años, no tuvo tanta suerte. El 29 de marzo de 1980, al regresar a Azkoitia después de jugar un partido de fútbol, él y un amigo vieron en el suelo un paquete cuadrado que tenía pegados unos imanes. Los dos chavales corrieron hacia allí, pero José María llegó antes. Se produjo una detonación y él murió en el acto. La noche anterior un comando de ETAm había adosado una bomba-lapa en el coche de un guardia civil, pero se había desprendido.

A pesar de que la dirección de ETApm ya había dado su campaña contra el turismo por concluida, el 29 de julio de 1979 un comando decidió colocar explosivos en el aeropuerto de Barajas y las estaciones de tren de Chamartín y Atocha. Al contrario que en ocasiones anteriores, los terroristas únicamente llamaron al Gobierno Civil, que no les dio credibilidad. Los atentados acabaron con la vida de siete personas.

El 18 de noviembre de 1982 otra célula terrorista, esta de ETAm, se apostó dentro de un automóvil en Rentería. Se acercó un ‘Seat 127’, al que los pistoleros identificaron por error con un vehículo camuflado de la Guardia Civil. Lo acribillaron. Sus ocupantes, tres pintores, quedaron gravemente heridos. Uno de ellos, Carlos Manuel Patiño, falleció cinco días después.

El 19 de junio de 1987 un artefacto estalló en el centro comercial Hipercor de Barcelona. Estaba compuesto por 30 kilos de amonal, 100 litros de gasolina y, según la sentencia, «una cantidad no determinada de escamas de jabón y de pegamento adhesivo, representando el conjunto unos doscientos kilogramos». Causó 21 víctimas mortales y 42 heridos. La cúpula de ETA había ordenado al ‘comando Barcelona’ «atacar empresas de capital francés o mixto». Y, a oídos de los terroristas, Hipercor sonaba a francés.

En noviembre de 1991 ETA puso una bomba-lapa en el automóvil particular que el guardia civil Antonio Moreno utilizaba en sus desplazamientos familiares. Explotó cuando llevaba a sus hijos gemelos de 2 años. Uno de ellos, Fabio Moreno Asla, falleció en el acto. «Sin ánimo de ocultar o suavizar las dolorosas consecuencias de nuestras acciones», se excusó la organización, «nuevamente tenemos que denunciar que la Guardia Civil y los miembros de dicho Cuerpo utilizan una y otra vez a sus familiares como escudos».

La lista de ‘errores’ de ETA es extensísima -la desaparición de tres trabajadores gallegos en 1973, a los que se había tomado por policías; la masacre de la cafetería Rolando en 1974, etc.-, pero no es la única banda que los ha cometido. En junio de 1960 el DRIL inauguró la historia reciente del terrorismo en España matando a la niña Begoña Urroz «sin querer». Los GRAPO se caracterizaron por sus pifias. En abril de 1979 asesinaron a Olegario Domingo Collazo al confundirlo con un vecino policía. En mayo de ese mismo año colocaron una bomba en la cafetería California para causar daños materiales, pero segó nueve vidas. Otra acabó con el chatarrero Pedro Gabarri cerca de la central hidroeléctrica de Castellón en septiembre de 1982. No obstante, el campeón de las chapuzas fue el terrorismo parapolicial. Si bien pretendían combatir a ETA con sus propias armas, 11 de las 27 víctimas mortales de los GAL no eran integrantes de la banda: desde Jean-Pierre Leiva a Juan Carlos García Goena. Un 40% de ‘yerros’, todo un récord.

Por descontado, solo fueron ‘errores’ si aplicamos la perversa lógica de la violencia. Tras los atentados de ETApm en julio de 1979, el diputado de Euskadiko Ezkerra Juan Mari Bandrés declaró: «si no se quiere que una bomba explosione lo mejor es no ponerla». Después de Hipercor, el secretario general de Hasi, Txomin Ziluaga, sugirió a ETAm que se tomara «unos meses de vacaciones». Aquellas críticas se quedaron allí, pero debemos llevarlas hasta las últimas consecuencias. Desde la perspectiva de los derechos humanos, el error del terrorismo no fue tal o cual acción, sino sencillamente haber existido. Se trató de un desatino desde el principio. Para que no se repitan los viejos ‘errores’ hace falta no solo asumir esa simple verdad, sino también transmitírsela a los más jóvenes.