IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL

  • Debió comprender a tiempo que la única batalla que merecía la pena ganar era la de la pandemia. La sanitaria, desde luego, pero también la del liderazgo moral ante la tragedia
Isabel Díaz Ayuso debió comprender a tiempo que la única batalla que merecía la pena ganar era la de la pandemia. La sanitaria, desde luego, pero también la del liderazgo moral ante la tragedia. Solo conquistando esa posición habría podido la inexperta presidenta afrontar con probabilidad de éxito las múltiples guerras en que se metió. Cuando renunció siquiera a intentarlo, las perdió todas.

Es ya un dogma universal que, allí donde la política es tóxica, la pandemia se acelera. España ha añadido la formulación inversa: aquí, la irrupción de la peste excitó e intensificó el navajeo partidista en lugar de amortiguarlo. El casamiento entre la bronca política y el covid —con la ruina económica como invitada de honor— es uno de los hechos más dramáticos de esta crisis múltiple, y está en la base de lo que la prensa internacional describe como “un completo fracaso nacional”. Un diagnóstico, ¡ay!, que se comparte en todos los centros de poder.

Lo sucedido en Madrid es el epítome de la crispación como estrategia y de la vocación cismática de los gobernantes, que está en el origen de este fracaso sanitario, institucional y económico. El manifiesto furibundo de la profesión sanitaria contra los políticos, nacido más de la rabia que de la reflexión, es solo el heraldo de la explosión de cólera social que se está incubando. En el centro del objetivo, como símbolos mayores del desastre, el presidente del Gobierno y la presidenta de la Comunidad de Madrid. Con la diferencia de que, en la siniestra pareja de baile que han formado, ella es la parte débil. Intentar vencer a Pedro Sánchez peleando en el fango es como retar a Michael Jordan a un concurso de mates.

Díaz Ayuso tuvo la ocasión de marcar un contrapunto positivo a la calamitosa gestión de la crisis del Gobierno de Sánchez e Iglesias. Poner eficiencia frente al caos, claridad frente a la manipulación, serenidad frente a la furia, concertación frente al sectarismo, escrúpulo jurídico frente al uso alternativo del derecho. Ese habría sido su triunfo. No quiso o no supo hacerlo, quizá porque le faltó madurez política para verlo. Hoy, ya no tiene remedio: el veredicto social dictamina que Madrid cayó víctima de la incuria combinada de los dos gobiernos. Y la factura política, al menos por ahora, es más elevada para ella que para su rival.

Ayuso va perdiendo en todos los frentes. En el sanitario, porque su nombre quedará asociado a la imagen de Madrid como capital mundial del virus. En el político, porque, finalmente, se ve en la desairada posición de tener que aplicar unas medidas que le repugnan, y ni siquiera tuvo el reflejo de exigir el estado de alarma en Madrid para que cada palo aguante su vela. En la estabilidad de su Gobierno, amenazada por el juego desleal de su socio. En el de la opinión pública, que tiende a pensar que el plan de Illa, aun siendo insuficiente, está más cerca de la gravedad real de la situación. Y está comenzando a perderla también en el frente orgánico, porque su partido empieza a percibirla como un elemento peligroso para el colectivo.

Se extiende en el Partido Popular la sensación de que la actuación de la presidenta madrileña opaca la buena gestión de otras comunidades autónomas en la pandemia, y las tiñe a todas del doble atributo del sectarismo y la ineficiencia. En Andalucía, Murcia y Castilla y León, hay alarma por el efecto contagio y el deterioro de la relación con Ciudadanos. Los vaivenes de Ayuso introducen quiebras en la consistencia institucional del PP: jamás se había visto antes que en un órgano multilateral los gobiernos del mismo partido votaran a favor, en contra y abstención ante una propuesta (sucedió en el Consejo Interterritorial de Salud). Además, ofrece un blanco sencillo y efectivo al aparato de propaganda de Moncloa. Y se extiende el temor de que termine contaminando la imagen de Pablo Casado, que no pasa precisamente por su momento de mayor esplendor.

Lo que fue la principal fortaleza del PP frente al poder sanchista se ha convertido ahora en su punto más vulnerable. Es cuestión de poco tiempo que el ruido de los susurros llegue a la séptima planta de Génova. Sánchez no solo habría conseguido humillar institucionalmente a quien lo desafió a campo abierto, sino abrir una brecha importante en el cuartel general del adversario. Hasta un párvulo del oficio habría presentido lo que venía cuando Iván Redondo se plantó en Sol con aquellas 24 banderas-trampa.

Admitamos que, además de su bisoñez política, a la presidenta de Madrid la han ayudado poco sus supuestos padrinos y socios. La conducta errática de Casado ante la pandemia, marcada a fuego por el intempestivo —e inexplicado— rechazo al estado de alarma cuando se apilaban los cadáveres y los hospitales colapsaban. El sentirse jaleada por el aznarismo, que es su cuna política (si Esperanza Aguirre te anima a seguir por el mismo camino, debes revisar tu guion). Y el juego oportunistamente descarado y desestabilizador de su socio de gobierno.

Aguado sabe de sobra que, en pleno rebrote y confinamiento, con la población oscilando entre el temor y la indignación, el que rompa se rompe. No está el patio madrileño para crisis de gobierno, mociones de censura y —mucho menos— convocatorias de elecciones anticipadas. Hoy por hoy, Ayuso es prisionera de su actual Gobierno de coalición. Por eso su vicepresidente se permite tirar de la cuerda mucho más de lo que es razonable y leal.

Circulan encuestas que hablan de una subida fulminante del PP en Madrid, presentándolo como un supuesto premio a la actuación de la presidenta o como muestra de empatía por su martirologio. La realidad es mucho más prosaica. El PP sube mecánicamente porque Ciudadanos tiene aún abierto en canal el boquete de noviembre de 2019, por el que se le fueron los votantes a mansalva. Y Ciudadanos no se desploma porque se castiguen sus intrigas madrileñas, sino porque sigue pagando la factura del desvarío riveriano. Pero ello no hace más fuerte al Gobierno de Ayuso: si acaso lo haría, tras unas hipotéticas elecciones, más dependiente de Vox. Justo lo contrario de lo que el PP necesita para construir una alternativa de poder viable en España.

Pudiendo ser campeona contra la pandemia, prefirió ser punta de lanza contra un enemigo mucho más fuerte que ella. Y desde que equivocó el objetivo principal, lleva impreso en la frente el estigma de los juguetes rotos. Quienes más la azuzaron serán sus verdugos, en defensa propia.