Luis Ventoso-ABC

  • Al final Casado ha elegido entre el feijooísmo y el cayetanismo

Los dos últimos años del PP darían para un Netflix de intriga política. Tras caer víctima de la celada de Sánchez y los separatistas, Rajoy se lava las manos, se larga a su registro de Torrevieja y allá os las compongáis. En julio de 2018 se dirime la sucesión, por primera vez sin dedazo, con primarias. Pero el favorito, Feijóo, el único político español que encadena mayorías absolutas, da una espantada nunca bien explicada (la versión oficial fue que Galicia lo necesitaba). La carrera parece abierta para Soraya, sin ideología nítida -podría estar también en Cs, o hasta en un PSOE a lo Page-, pero con fama de inteligente y resolutiva. Enfrente, su enemiga íntima, Cospedal, con la que lleva años a codazos y puñetitas bajo la mirada impávida y socarrona de Mariano. Como nota folclórica, Margallo. Y como novedad, Pablo Casado, chaval prometedor, de 37 años, sin roña encima, con buena oratoria y que en su día trabajó para Aznar. Tras caer en la primera vuelta, Cospe se aferra al «todo menos la peque» y cede sus apoyos a Pablo, que también es respaldado por Feijóo.

Tras ganar, Casado atiende a las voces internas y tertulianescas que lamentan la poca carga ideológica del marianismo y su escaso nervio dialéctico contra el separatismo. Así que gira el partido hacia posturas más aznaristas, más combativas. No funciona. Las elecciones de abril de 2019 lo pillan demasiado pronto, sin tiempo de rodarse, y el castañazo es épico: pierde 71 diputados y se queda en solo 66, con Rivera rozándole los talones. Siete meses más tarde, en los comicios de noviembre, Casado ya ha suavizado el tono. Sube 23 diputados y Cs se queda en el chasis: toda su bancada cabe ahora en una furgoneta y Rivera se retira a casa con Malú. Pero Vox, una escisión del Partido Popular rotunda y populista, se ha convertido en la sorpresa: 52 escaños. Así que se abre un importante debate ideológico en el corazón del PP. Una facción (el cayetanismo, grato a los más fogosos) sostiene que hay que tender puentes con Vox y concuerdan con su tipo de discurso contra los nacionalismos. La otra facción (el albertismo) aboga por marcar perfil propio y distanciarse abiertamente de Vox, en la convicción de que las elecciones se ganan en caladeros templados.

Casado hace un poco de todo. Mantiene una relación cordial con Abascal, pero al tiempo va centrando su discurso. Escucha a Feijóo, con el que alcanza un pacto de respeto mutuo, pero eso no le impide desoír su consejo de que no nombre portavoz a Cayetana, a la que promueve en julio de 2019. Sin embargo, un año después la cesa drásticamente. Primera señal de la nueva era. El jueves llegó la segunda, con el repaso a un Abascal boquiabierto. La batalla ideológica del PP la ha ganado al final un político más pragmático que doctrinario, Feijóo, que aboga por ofertar gestión, tranquilidad y un conservadurismo aperturista y contemporáneo, asumiendo que la sociedad española ya no es la de los años setenta y ochenta. ¿Acertado? Con esa fórmula ha ganado cuatro elecciones consecutivas por mayoría absoluta, mientras que del cayetanismo, de dialéctica ciertamente vistosa, todavía se sigue esperando su primer éxito electoral.