Cristian Campos-El Español

 

 Hay una escena en La amiga estupenda, la serie de HBO basada en la tetralogía Dos Amigas de la escritora italiana Elena Ferrante, en la que el espectador cree ver la luz para sus atormentados personajes.

Es esa en la que los hijos de dos familias napolitanas enemistadas por viejas rencillas, símbolo de las que enfrentaron a comunistas y fascistas en la Italia de la II Guerra Mundial, hacen las paces y celebran la Nochebuena juntos, olvidando uno de ellos el asesinato de su padre y el otro, la ruina y el encarcelamiento del suyo.

«Somos una nueva generación, a nosotros nos corresponde hacer las cosas de forma diferente» dice, palabra arriba, palabra abajo, uno de los jóvenes. Huelga decir que, en la historia de Elena Ferrante, ninguna de las dos familias que firman la paz es enteramente inocente, lo que facilita su reconciliación.

Resulta imposible no ver en ese capítulo una metáfora de la Transición. Sobre todo cuando, tras unos breves minutos de esperanza, aparece en escena una tercera familia de matones que reinyecta el virus de la violencia en el barrio.

La conclusión es desoladora. La violencia siempre ha estado ahí, agazapada, y escapar de ella es imposible. Cualquier esfuerzo que se haga por erradicarla, incluso a costa de sacrificar valores tan preciados como la lealtad a tu propia familia, ideológica o de sangre, es de inmediato aprovechado por un tercer actor que no tarda en meterse en la trinchera abandonada por sus antiguos ocupantes. 

En la España de 2020, esa tercera familia de caciques que ha reiniciado el ciclo de la violencia es la de los populismos que han caído sobre la España de la pandemia como los marcianos de Mars Attacks! Sólo hay que verlos en el Congreso de los Diputados, echándose muertos y pobres y fascistas y enfermos y mujeres y terroristas a la cabeza, para comprender que hoy no sería posible un pacto como el de 1978. 

Son partidos que no se sienten comprometidos en lo más mínimo por la paz firmada por derecha e izquierda durante la Transición y que reclaman su derecho a librar su propio conflicto civil, espoleando agravios, frecuentemente imaginarios o lisa y llanamente paranoicos, con la esperanza de reescribir la memoria de este país allí donde ellos creen que se torció el renglón de la historia en su contra. 

La novedad española es que una de las dos familias firmantes de la paz original, la de la izquierda democrática que hoy debería encabezar el PSOE, ha acabado uniéndose por la irresponsabilidad de un aventurero de la política con esa tercera familia de populistas que se permiten dar lecciones de democracia cuando su lealtad a ella es puramente coyuntural. 

No hace falta ser un lince para entrever que la actual situación es insostenible. El PSOE, pues él es el principal responsable de la situación, ha conducido a este país a una crisis política e institucional sin precedentes.

Nunca en este país se habían dicho en el Congreso tantas barbaridades y con un tono tan suavito, tan esponjoso, tan jesuita. Con el tono de Pablo Iglesias, de Macarena Olona y de Gabriel Rufián –al menos en Adriana Lastra fondo y forma coinciden. Nunca se habían aprobado gustosamente tantos disparates jurídicos.  

Acompañan a Sánchez en esa degeneración 6.800.000 votantes, pero sobre todo los 3.120.000 de Podemos y los 2.500.000 de los nacionalistas. La realidad demoscópica es inescapable. A día de hoy, es más la gente en España que quiere a Sánchez en el poder que la que lo quiere fuera. Con esos bueyes hay que arar y pretender que existe una flota de tractores John Deere a nuestra disposición es hacerse trampas al solitario. 

Como es hacerse trampas al solitario pretender que existe una mayoría alternativa a lo que vimos ayer en el Parlamento cuando este aprobó por mayoría absoluta fingir que la Constitución no existe ni dice lo que dice. Cuando aceptó renunciar a su deber constitucional de control del Ejecutivo. Cuando dio legitimidad a un flagrantemente inconstitucional estado de alarma de seis meses.

¿Y por qué no un estado de alarma de dos o tres años? De acuerdo a las justificaciones jurídicas oídas ayer, gobernar en un eterno estado de alarma es perfectamente posible. En eso, precisamente, debían de estar pensando los padres de la Constitución cuando redactaron su artículo 116. En abrir una puerta a la conversión del Gobierno en un poder irresponsable y dotado de perpetuos poderes extraordinarios. 

Es probable que esa puerta no se vuelva a cerrar jamás para los españoles. A partir de ahora, bastará con que el Gobierno alegue la excepcionalidad de tal o cual emergencia para escapar al control del Parlamento. «Es alucinante, pero esta gente ha conseguido que el virus pase a ser nuestro segundo problema», dijo Montano ayer en Twitter. «Es la encerrona perfecta» añadió luego.

Puede que la frase clave del discurso de Pablo Casado de la moción de censura fuera esa cita de Antonio Cánovas que dice que, en política, lo que no es posible es falso. Es la frase de un pragmático. Con ella, Casado decidió abandonar la semana pasada la trinchera que los populismos habían reservado para él y ejecutar la más impopular de las tácticas políticas posibles a día de hoy. 

Pero el Gobierno insiste día tras día en cavar nuevas trincheras políticas, sociales, jurídicas e institucionales. Para cuando acabe con el país, este estará tan agujereado que se desmoronará al menor roce, como un polvorón hueco, bajo los pies de Pablo Casado.

Cabe una segunda opción. Que las trincheras que se están cavando acaben siendo tan hondas que terminen por enterrar a sus inquilinos, imposibilitados para salir de ahí. Pero esa posibilidad parece todavía lejana. De momento, se lo están llevando crudo y friendo a bombazos al voluntarioso que ha decidido salir a campo abierto.