Miquel Giménez-Vozpópuli

  • Guerra le espetó a la meteoróloga de TVE metida a periodista que pactar con Bildu es despreciable. Es verdad, pero no es toda la verdad

Completamente de acuerdo con el viejo león: un acuerdo con Bildu es despreciable. Y la ley Celaá, que elimina la educación especial, se carga la concertada y da carta de legalidad a lo que el nacionalismo lleva haciendo años en los colegios, suprimiendo la lengua de los españoles, es despreciable. Es despreciable que las ayudas a las empresas no lleguen ni lleguen a los más necesitados. Es despreciable que los políticos de hoy sean los más y mejor pagados de nuestra democracia. Con un diez por ciento sobra. Llevar a una nación al matadero es fácil, especialmente si el pueblo tiene mentalidad de borrego.

Es pornográficamente despreciable la ley para controlar a los que opinamos en libertad, despreciable lo que pasa en RTVE sin que nadie aparezca vestido de negro en señal de protesta. Simón es despreciable, Iglesias es despreciable, Sánchez es despreciable, la Santa Compaña de separatistas son despreciables, las empresas del Ibex que no abren la boca para protestar ante el hundimiento de nuestra economía son despreciables. Me dejo muchísimas cosas en el tintero, pero nos entendemos. El Gobierno y sus aliados son despreciables tanto por su ideología como por su proceder. De ahí que no pocos dirigentes de aquel felipismo émulo del SPD de Brandt, de las teorías de Palme, de Bruno Kreisky, de Norberto Bobbio o de Oskar Lafontaine, hayan empezado a gritar en voz alta el orteguiano “No es esto, no es esto”.

Ahora bien, no hay efecto sin causa, y si ahora el socialismo español es despreciable se debe a que la causa viene de lejos. Quizás demasiado como para que los jóvenes la conozcan. Por eso es menester explicarla, para que comprueben como no existen actos inocentes ni omisiones sin consecuencias. Cuando Alfonso Guerra regía el PSOE se decía que no había nada de lo que no se enterase. El propio Alfonso bromeaba afirmando que sabía cuantas compañeras tenían el periodo nada más entrar en Ferraz. Y no iba del todo desencaminado. Guerra fue omnipresente y, además, inteligente, gran organizador, magnífico hombre de partido y persona a la que siempre he tenido por austera.

Pero cuando en cualquier organización humana se deja de lado la meritocracia, consolidándose como ideal al pelota, al adulador, al inútil con carnet de lameculos, a la que desaparece el talento del dirigente, la mediocridad toma posesión del barco

Pero cometió el clásico error de todo aquel que disfruta de un poder omnímodo: no le gustaba que le hiciesen sombra. Para evitarlo, se rodeó de perfectas medianías, de sinsustancias que tenían como única habilidad y mérito acatar sus órdenes y reírle las gracias. ¿Qué Alfonso escuchaba la Quinta de Mahler? Pues todos a comprarse el disco, aunque fuera para ponerlo bien visible en la estantería del despacho. ¿Qué a Alfonso le gustaba leer a Machado? (y a quien no, se pregunta uno), pues hala, a comprarse las obras completas, aunque hubo quien confundiera a Antonio con Manuel, llevándose el soplamocos guerrista de: “Ese no, burro, que es facha”. (Anécdota, por cierto, que presencié protagonizada por un socialista muy conocido que todavía vive de eso).

Pero cuando en cualquier organización humana se deja de lado la meritocracia, consolidándose como ideal al pelota, al adulador, al inútil con carnet de lameculos, a la que desaparece el talento del dirigente, la mediocridad toma posesión del barco. Los Zapateros y los Sánchez acabaron por barrer los restos de aquella generación que quiso que el PSOE fuera algo más que la Motorizada, el Vita o la Checa de Bellas Artes. Acabaron ganando y sacando la Ley de Memoria Histórica, el “aprobaré el estatuto que decidan los catalanes”, las asesorías a Maduro, el Gobierno de coalición con los comunistas bolivarianos, las bajadas de pantalones ante el separatismo lazi y, ¡ay!, las exigencias de Bildu sobre el acercamiento de criminales. Despreciable. Y también habría sido evitable si, en lugar de crear un modelo de partido donde el sí señor es motivo de premio y el matiz causa de condena, Alfonso hubiera organizado una estructura menos rígida, más heterodoxa, sin la falsa ortodoxia del que no cree nada que no sea su coche oficial.

Ahí, en esa pulsión de querer controlarlo todo, se empezó a incubar lo despreciable. Las consecuencias están a la vista de todos.