Luis Ventoso-ABC

  • Resultaba oxigenante escuchar voces discrepantes con el «progresismo» obligatorio

No han dado una contra el Covid. Ahí siguen los datos, tozudos, indiscutibles: tercer país del planeta con más muertos por millón, a pesar de que falsean las estadísticas restando miles de fallecidos. No han dado una ante las pateras, que ellos mismos espolearon con el show buenista del Aquarius, antes de mutar en fervorosos conversos de las devoluciones en caliente. No han dado una en la defensa de la unidad de España, que contribuyen a debilitar aflojando los hilvanes del Estado para comprar a los socios antiespañoles de Sánchez. No han dado una en el frente económico, con la burocracia colapsada en los servicios sociales y de empleo y con los Presupuestos de «Marisu en el País de las

Maravillas», una médico que no domina la materia y que hasta consigna fondos europeos que a día de hoy ni siquiera han llegado. No han dado una a la hora de ofrecer una esperanza de futuro al país, más allá de tres clichés sobre el clima y el feminismo, que en nada arreglan los problemas graves e inmediatos de los españoles (por ejemplo, esos jóvenes recién licenciados que corren el riesgo de convertirse en una Generación Perdida, de los que nadie se ocupa). No han dado una a la hora de mostrar una elemental empatía y humanidad ante el enorme sufrimiento por el Covid-19. Tenemos un presidente que se resistió a decretar el luto, no fuese a ser que empañase su efigie, que pasados diez meses de epidemia no ha tenido a bien visitar un solo hospital o tanatorio, o acercarse a las familias que sufren.

Pero hay una materia en la que son realmente duchos y aplicados: la propaganda, donde la izquierda se beneficia además de su rotundo dominio de las televisiones (gracias, Soraya). El resultado es que el público español está bastante anestesiado y traga ya con casi todo. Me sonreía ayer viendo como la prensa británica denunciaba como un gran escándalo que su ministro de Sanidad, Matt Hancock, ha empleado como lobbista a una vieja amiga de sus días en Oxford, a la que paga 15.000 libras al año por asesorarlo. Aquí ABC destapó que Sánchez se inventó una dirección general para emplear a su mejor amigo, con sueldo de 90.000 euros a cargo de nuestros impuestos, y ni siquiera la oposición se quejó demasiado. La impunidad es tal que acto seguido Sánchez enchufó también a la mujer de su amiguete, colocándola en una empresa pública con salario de 80.000 euros. También lo contó este periódico. Pero en la democracia española todo vale, salvo que la corruptela provenga de la derecha, que entonces se caen los pilares del templo.

Con este panorama, resultaba oxigenante escuchar el domingo por las avenidas los cláxones de las caravanas que protestaban pacíficamente contra la «ley Celaá» y el imperio de un «progresismo» obligatorio de entraña anticatólica, pues el móvil real de la nueva norma educativa es un anticlericalismo rancio, casi decimonónico. Aunque a veces no lo parezca, todavía existe ahí fuera una sociedad civil libre, que no se va a callar.