NACHO CARDERO-EL CONFIDENCIAL

  • ¿Serán estos los comicios de ERC? ¿Está la sociedad catalana preparada para un nuevo tripartito? Sensación de punto y aparte para Cataluña. De punto y final para el ‘procés’
La llamada se corta a los siete minutos y 56 segundos. Oficialmente, duran ocho, pero se cortan cuatro segundos antes. ¿Cuánto se puede decir en cuatro segundos? En ocasiones, dejan de hablar instantes antes esperando esa interrupción. Entonces, se produce un silencio que no es incómodo sino denso, que estira el tiempo, que lo busca.

Es 21 de diciembre de 2020. Faltan pocos días para acabar el año. Desde la cárcel de Lledoners, Oriol Junqueras llama para pedir la opinión sobre la entrevista que ha dado esa misma mañana en TV3, en la que ha defendido su apoyo al Gobierno de Madrid para la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, al tiempo que censuraba el Consell per la República de Carles Puigdemont porque “las instituciones y los ámbitos transversales no se pueden utilizar de forma partidista”.

La brecha se agranda. La ruptura de ERC con JxCAT y el ‘expresident’ parece insalvable. “Con las hostias que nos estamos dando, yo no veo cómo vamos a poder formar Gobierno después del 14-F”, comenta un ‘conseller’. Apenas unos días antes, hubo gritos y silbidos de ‘motivados’ de Junts contra los de Esquerra en el reingreso en prisión de Carme Forcadell. La llamada se corta a los siete minutos y 56 segundos.

Raül Murcia, de la guardia pretoriana de Junqueras, hace llegar los mensajes a Pere Aragonès, ‘president’ en funciones. Aragonès es el ‘president’ tras la inhabilitación de Torra, pero nadie le reconoce el cargo. Cosas de la simbología independentista. Ni siquiera ocupa el Palau. Está desplazado a la Zona Franca de Barcelona, donde se ubica el nuevo edificio de la Conselleria de Economía. La anterior sede se encontraba en pleno centro, en el cruce de Rambla de Catalunya con Gran Via de les Corts, justo donde se desencadenaron los acontecimientos del 20 de septiembre, con el cerco a la Guardia Civil y los manifestantes alanceando los patrol verdiblancos. El antiguo edificio exhibía trazas modernistas. El nuevo es sobrio, sostenible, acristalado, aséptico como un quirófano público.

Pere Aragonès es el candidato de ERC a las elecciones que presumiblemente se van a celebrar el 14 de febrero. Las encuestas lo dan ganador por los buenos réditos de su política posibilista implementada en Madrid y porque el próximo ‘president’ será el que designe el dedo índice de su mano derecha. Lo puede elegir incluso perdiendo: sumar con Junts, por un lado, o con el PSC y los comunes, por el otro, mientras que los de Junts, sin embargo, solo pueden apoyarse en los republicanos para alcanzar la Generalitat.

Pero igual que confía en la geometría variable, Aragonès también es consciente de que en JxCAT, un partido de ‘pit i collons’, donde se impone el que antes promete la independencia, si es a las 11 mejor que a las 12, han elegido a Laura Borràs precisamente por eso, porque es una ‘bulldozer’ que irá arrancando puntos de intención de voto según se aproxime el Día D con golpes de efecto y exabruptos, y que la presión será máxima, que lanzarán a la opinión pública contra ERC para que no pacte con el PSC de Salvador Illa.

Es media tarde del 21 de diciembre de 2020. Aragonès abandona la ‘conselleria’ para dirigirse al Parlament y firmar el decreto de disolución y convocatoria de elecciones. ¿Serán estos los comicios de ERC o tendrá que hincar la rodilla como en anteriores ocasiones? ¿Aguantará pese a la fidelización extrema que el votante mantiene con Puigdemont, próxima al 90%? ¿Está la sociedad catalana preparada para un nuevo tripartito? Sensación de punto y aparte para Cataluña. De punto y final para el ‘procés’.

El covid-19 ha dado la puntilla a Barcelona, una ciudad que ha pasado de ser imán de los profesionales liberales y migrantes cualificados a producir el efecto contrario, esto es, propiciar el éxodo del talento a otras partes de España.

El año 2020 ha sido su ‘annus coronavíricus’, su particular Katrina. La ciudad, otrora referente europeo, se muestra lánguida: vagones del AVE que llegan vacíos a Sants como en las películas distópicas del fin del mundo; ausencia de espíritu navideño; los bares y restaurantes reducidos a la mínima expresión, casi desaparecidos; toque de queda a la noche; calles desiertas sin más pulsaciones que el ámbar intermitente de los semáforos.

No hay turistas. Los vecinos que rezongaban porque no se podía pasear por la Rambla por la multitud ahora se quejan de lo contrario. Tampoco hay esteladas en los balcones. Al menos, no en el número de años anteriores. Se han ido desgastando con las promesas de la república y las estructuras de Estado. En la actualidad, solo uno de cada 10 catalanes cree que el proyecto soberanista llevará a la independencia, según el sondeo 2020 del Institut de Ciències Polítiques i Socials (ICPS). La mayoría se encuentra ya en otro estadio, más preocupada por el negocio que por el ‘procés’.

Cataluña perderá cerca de 85.000 empleos por los efectos del coronavirus entre 2020 y 2021, una caída que no se podrá recuperar hasta principios de 2023. Su PIB per cápita se sitúa ya por debajo del de la Unión Europea. Cataluña se va paulatinamente encogiendo. La culpa la tiene la pandemia, pero todavía más el proceso soberanista. La comunidad lideró el crecimiento desde la salida de la crisis de 2008 y luego se fue desinflando a partir de 2017, el año del 1-O.

Se percibe un ambiente de derrota. Victus 2021. Nada es como les dijeron. Una mentira continuada que ha hecho que Cataluña deje de creer en su clase política y casi en sus propias posibilidades. Como muestra significativa, su pérdida de fe en la Santísima Trinidad: La Caixa, ‘La Vanguardia’ y el Fútbol Club Barcelona, instituciones totémicas sin las cuales resulta imposible entender el espíritu identitario. Nadie hubiera podido imaginar tal escenario años atrás. Todo se ha desencadenado con inusitada rapidez.

Trabajar en La Caixa era lo más. Uno lo incluía en su currículo en letras doradas y papel verjurado como si trabajara en el estudio de Miguel Ángel. Al menos, así era antes de que la entidad se fuera diluyendo en un proceso de operaciones corporativas que aseguran la viabilidad del grupo pero que van enterrando entre balances la estrella de Miró.

Ha pasado a llamarse CaixaBank y ya no es caja sino banco; su sede social no se encuentra en Barcelona sino en Valencia, y su presidente hace tiempo que dejó de ser Isidre Fainé, acaso el último exponente de la ‘old school’ empresarial española, pasando a ocupar el cargo José Ignacio Goirigolzarri, oriundo de Bilbao, tras la fusión con Bankia. El sello catalán ha ido menguando al ritmo que lo ha hecho su influencia política.

Fainé siempre ha tenido el arte de saber por dónde sopla el viento antes de que le sorprenda la tempestad, un don del que también puede presumir el conde de Godó, grande España y propietario de ‘La Vanguardia’, cabecera que se remonta a 1881, invento editorial de dos empresarios de Igualada, Carlos y Bartolomé Godó Pié, que lo pergeñaron con fines políticos. A saber: conseguir la alcaldía de Barcelona para el Partido Liberal.

Por ahí pasaron firmas que son historia del periodismo como Gaziel, opinador de cabecera de la burguesía, o Josep Pla, el que fuera vigía de la lengua catalana y al tiempo espía para Franco, entre otros.

Su actual director es Jordi Juan, quien manifestó recientemente en una entrevista que ‘La Vanguardia’ «entiende que, en las elecciones del 14-F, Cataluña tiene la oportunidad de que aparezca un nuevo Govern que se dedique a gobernar y no a pasarse el día hablando del mandato del 1 de octubre», postura revisionista de la línea editorial de José Antich, quien llevara las riendas de la cabecera catalana durante 13 años hasta situarla en el precipicio del independentismo. El conde tardó en prescindir de Antich por el qué dirán, pero finalmente cambió de caballo.

Son las maneras de esa burguesía catalana a la que gusta lucir casoplón en el Alto Ampurdán, talla de madera de la Moreneta en el salón y sendos volúmenes de ‘Victus’, de Albert Sánchez Piñol, y ‘El hijo del chófer’, de Jordi Amat, libros clave para entender la Cataluña de hoy, en sus bibliotecas; esa burguesía que, de alguna forma, en algún momento, se vio tentada por el secesionismo. Todo antes del fracaso de la república. Antes de la pandemia.

En tercer lugar, aunque con un papel más relevante que los anteriores, se encuentra el Fútbol Club Barcelona, un equipo en horas bajas, lo cual no es baladí para una institución que trasciende el ámbito deportivo. Si los aficionados tuvieran que elegir entre papá o mamá, entre Puigdemont o Messi, entre la república o la Champions, el de Waterloo se llevaría una agria sorpresa.

El más húmedo y oscuro deseo de los partidos y organizaciones independentistas siempre ha sido asaltar el estadio blaugrana —igual que han hecho con la Cámara de Comercio de Barcelona, primero, y con la universidad, más tarde— e instrumentalizar el club como trampolín para la internacionalización del ‘procés’. Los goles de Messi llegan más lejos que las salidas de pata de banco de Puigdemont. De ahí la relevancia de las elecciones del Barça, que van a tener lugar el 24 de enero.

Hay consenso en que no serán unos comicios normales. No lo serán por culpa del coronavirus y por la distancia que les separa del Atlético de Madrid en Liga. El aficionado pide a gritos una catarsis y Joan Laporta, ‘Jan’ para los amigos, está convencido de que será el elegido. Porque estas elecciones son más de votar con las tripas que con la cabeza; porque no tiene a nadie enfrente salvo la candidatura de Víctor Font, que se ha desinflado; porque él mejor que nadie representa las bajas pasiones del fútbol, y porque con él creen que se pueden lograr los títulos que esta temporada les niega.

Laporta es un hombre excesivo, independentista de manual, muy dado a las ‘putxinel-lis’, pero que posee la virtud de la empatía: lo mismo hace los coros a Puigdemont en Cadaqués, que presume de sus cenas a tres con el ya desaparecido Johan Cruyff y Jaume Roures, o se explaya en ditirambos con su exsuegro, vinculado en su día a la Fundación Francisco Franco, en las antípodas ideológicas del candidato a la presidencia. “¡Coño, nos queremos! No hay más explicación”.

Laporta exhibe ese perfil nacional-populista que tanto seduce a una parte de la población harta de la corrección política y de un ‘establishment’ que se ve incapaz de dar solución a los problemas. Hiperliderazgo y tribalismo frente al orden establecido.

Funcionará con Laporta en las elecciones del Barça como posiblemente funcione por idénticos motivos con Laura Borràs, la candidata de JxCAT, la mejor que tienen entre sus filas por “ser la figura que más interés despierta entre el electorado soberanista y porque cumple con la primera y más sagrada norma convergente: hacer ver que no eres convergente”, escribe Bernat Dedéu, guardián de las ‘esencias’ del ‘procés’.

Aunque los sondeos demoscópicos dan como vencedor al republicano Pere Aragonès, los otros sondeos, los de ‘boca-orella’, apuntan a Borràs, una mujer tan desmesurada como imprevisible. De cada cinco personas que preguntas, cuatro la dan como ganadora. ¿Cómo puede existir tal unanimidad si los números, a día de hoy, no le salen? ¿Será la ‘pócima Puigdemont’? El escepticismo se extiende incluso entre los republicanos, que barruntan que les puede ocurrir lo de siempre, que acaben gripando en la última curva por las arremetidas ‘agitprop’ de sus socios de gobierno. Ya han empezado a llamarlos ‘botiflers’ y la campaña ni siquiera ha dado el pistoletazo de salida.

Esta ocasión, sin embargo, es distinta. Lo sabe Puigdemont, lo sabe Junqueras y lo sabe también Pedro Sánchez. Saben que el péndulo de la política global está abandonando el populismo para dirigirse a espacios más moderados, que el factor identitario no ponderará en estas catalanas tanto como en las anteriores y que, pese a las promesas del Shangri-La republicano, Cataluña está hoy peor que al comienzo del ‘procés’, con unas carencias que la pandemia ha puesto negro sobre blanco con una crudeza inusitada. En 2020, año de restricciones y confinamiento, lo único que ha crecido en Cataluña ha sido la desilusión.

De ahí la decisión del presidente Sánchez de designar a uno de sus ministros fetiche, Salvador Illa, como candidato a las catalanas. Tienen la ocasión de enviar definitivamente a Puigdemont a los cuarteles de invierno. No habrá más como esta. Las grandes epidemias, dicen los expertos, se dan cada 100 años.

Existe la convicción de que Illa, ese fontanero ‘arreglalotodo’ al que se disputaban en las anteriores campañas gallega y vasca como si fuera una estrella de rock, puede competir en igualdad de condiciones contra JxCAT y ERC. Si bien posiblemente no para erigirse en el próximo ‘president’, pues la suma de alianzas resulta endiablada, sí para legitimar un nuevo tripartito. Más aún con un indulto a los presos promovido por el Ejecutivo de Madrid.

Por muy mitómano que se quiera ser, la figura de Puigdemont está lejos de parecerse a la del general Villarroel, que defendió valientemente Barcelona contra las tropas borbónicas en 1714 y acabó en prisión. No hay que olvidar que mientras el ‘expresident’ está libre como un pájaro en su palacete de Waterloo, Junqueras continúa en la cárcel con las llamadas restringidas que se interrumpen cada siete minutos y 56 segundos.

La mejor baza electoral de los socialistas es un partido fuerte en Cataluña. Son conscientes de ello. Siempre les ha funcionado. Que ERC gane en las elecciones catalanas y el PSC en las generales. Ese es el croquis mental que maneja Pedro Sánchez. Convertir a los republicanos en un socio natural. Hacerse inexpugnable en la Moncloa. Es el nuevo ciclo del que habla Gabriel Rufián. El “cambio de paradigma”. Se busca nueva hoja de ruta para la Cataluña poscovid. Se busca al ‘molt honorable’ número 132.