Miquel Giménez-Vozpópuli

  • El ejercicio intelectual más difícil consiste en atravesar la cuerda floja de la vida sin precipitarse en el vacío de la banalidad

En el circo de la vida el noble arte que ejecuta el funámbulo siempre me ha parecido mucho más misterioso, valiente y audaz que el de sus colegas domadores de fieras. Para empezar, este ha adiestrado a esos felinos de aspecto aburrido y flanqueados por legiones de moscas perreras; no olvidemos que algunos desaprensivos les suministran drogas para tenerlos casi al borde del sueño; en fin, el domador se provee de látigos, sillas, palos e incluso, antaño, de un revólver de seis balas, por si las dudas. Se enfrenta, pues, a cosas materiales, concretas, maleables, manipulables y, por tanto, sin la épica que pretenden hacernos creer. Y conste que sería incapaz de meterme en la jaula siquiera con un gato de peluche.

El funámbulo que atraviesa ese mínimo espacio de cuerda tendida de punta a punta de la carpa es, en cambio, otra cosa. Sin red, por descontado, que aquí debe imperar el juego limpio. Excuso decirles la admiración que esos héroes me producen cuando el fino cable de acero está situado entre dos rascacielos. El funámbulo mira con superioridad justificada a la masa que se arremolina en la calle, más por el deseo inconfesado de ver su cerebro esparcido por el asfalto que por contemplar su hazaña. Ignoran que tiene que enfrentarse a un enemigo mucho más peligroso que media docena de fieras con dentaduras afiladas, porque el funámbulo se enfrenta a algo mucho peor: se enfrenta al vacío, a la nada, al abismo, a una caída que solo tiene un posible final, el del beso glacial de la muerte como despedida de este mundo. Porque de una jaula de fieras se puede llegar a salir, pero de una caída de más de trecientos metros, no.

He ahí el mérito del funambulista intelectual, afrontar el riesgo de la nada paso a paso, avanzando por el delgadísimo hilo del razonamiento solo con sus pies hechos a base de experiencia y una maroma construida a base de quemarse las cejas en los libros, paso a paso, sin mirar jamás ni hacia atrás ni hacia abajo. La mirada concentrada solo en el punto de destino. Nada más. Convertirse en autista espiritual, en un ser impermeable a las salpicaduras de quienes ansían ver su Descensus avernii para refocilarse en la muerte de quien osó desafiar al viento ululante de la envida, la incompetencia y la ignorancia.

Sí, admiro al funambulista, al que se ríe de la muerte civil a la que te condenan las izaz, rabizas y colipoterras o los pisaverdes de esa nueva inquisición llamada modernidad

Seguramente, si le preguntásemos al funambulista por qué hace lo que hace y por qué cruza esa distancia, terrible, inabarcable distancia, respondería como el alpinista que lo hace simplemente porque el vacío y los edificios y el cable y la maroma, están ahí. El intelecto no busca más reto que el reto en sí mismo y no hay desafío banal si conlleva riesgo, porque somos perdedores vocacionales y de pequeñitos nos enseñaron que la chica siempre se va con el sheriff y en el saloon ya no nos dejarán entrar nunca más. Ese es el otro gran asunto. Saberse perdedor de antemano, conocer la condición humana hasta el punto de tener presente que jamás te perdonarán que hayas leído a Baudelaire en francés, a Goethe en alemán o a Chesterton en inglés. Si se llega al extremo de haber leído a Chejov, mejor no salir nunca de casa.

Sí, admiro al funambulista, al que se ríe de la muerte civil a la que te condenan las izaz, rabizas y colipoterras o los pisaverdes de esa nueva inquisición llamada modernidad. Admiro mucho a quien se atreve a decir lo que es y a ser lo que dice, a beberse la vida a chorro y no a sorbitos, a quien no lo mueves de su posición si considera que esa es la justa. En fin, y para no extendernos más, admiro enormemente a Juan Carlos Girauta, al que los sinsontes andan por ahí linchando diciendo que se ha pasado a Vox – y aunque así fuera, ¿qué esperaban, que se fuese a Bildu? – por participar en un coloquio organizado por la fundación del partido de Abascal.

Pero no esperen que los honestos ciudadanos de Medicine-Bow argumenten nada, ellos solo esperan que algún sheriff a sueldo del hacendado rico haga caer de la cuerda al funambulista. Este, insisto, los mira con olímpico desprecio y continúa avanzando a despecho del peligro. No como los otros, encadenados al suelo del olvido sin saberlo.