JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • Una de las lecciones del 14-F es que a Vox ya no lo votan solo los señoritos, determinados gremios ni solo los ‘cayetanos’. También lo votan los pobres y desheredados de la crisis

Vox ha venido para quedarse. Desde que se fundó hace poco más de siete años (2013), el partido que preside Abascal ha tenido un crecimiento sostenido: se ha convertido en la tercera fuerza política en el Congreso. Obtuvo el 19 de noviembre de 2019 más de 3.650.000 votos y 52 escaños. Dispone de representación parlamentaria decisiva en las autonomías de Madrid (12 escaños), Andalucía (12 escaños) y Murcia (cuatro escaños). Y está presente en los parlamentos de las comunidades de Aragón (tres escaños), Asturias (dos escaños), Baleares (tres escaños), Cantabria (tres escaños), Castilla y León (un escaño), Valencia (cinco escaños) y en las ciudades autónomas de Ceuta (seis escaños) y Melilla (dos escaños).

Pero quizá lo más significativo es que Vox se ha instalado en el Parlamento vasco con un diputado y que el pasado 14-F se convirtió en la cuarta fuerza política catalana, con 11 diputados y más de 217.000 votos populares, con la particularidad de que obtuvo representación en las cuatro circunscripciones de la comunidad: Barcelona (siete escaños), Tarragona (dos escaños), Lleida (un escaño) y Girona (un escaño). En casi 50 municipios de Cataluña estuvo entre las tres fuerzas más votadas, de tal modo que tiene una implantación territorial más amplia que, por ejemplo, los comunes y el PP, al que sobrepasó de forma más contundente aún que al descalabrado Ciudadanos. Y un dato adicional: en las elecciones europeas, logró tres escaños, que han aumentado a cuatro por el reparto de las vacantes británicas tras la salida del Reino Unido de la Unión Europea.

En estas variables se encuadra la realidad político-institucional de lo que hoy por hoy es Vox. Con la particularidad de que los gobiernos andaluz, murciano y madrileño dependen de su apoyo parlamentario. La razón de por qué ha llegado hasta aquí un partido político emparentado con la radicalidad de los de otros países de la Unión Europea reside, de una parte, en las crisis de distinta naturaleza del PP y Ciudadanos y, de otra, en el acaecimiento sobrevenido de una crisis sanitaria que ha traído de su mano una más económica, social y laboral de hondísimo calado. El enfrentamiento sistemático en la política española ha creado, a mayor abundamiento, las condiciones idóneas para que crezca una opción que impugna la política convencional, que pone en duda la representatividad de las instituciones y que se sitúa en el margen extremo derecho del sistema constitucional recogiendo el malestar, la incertidumbre, la ira y el cabreo ciudadanos.

Una de las lecciones que se deducen de las elecciones catalanas es que a Vox ya no lo votan solo los señoritos, ni su militancia es gremial ni sus partidarios son arquetípicos, los denominados ‘cayetanos’. Ha pegado un salto cualitativo y lo votan —según criterio unánime de los científicos sociales— un porcentaje de las clases trabajadoras empobrecidas y sin expectativas y otro de las medias que han dejado de serlo. Recoge Vox de esta manera lo que otras extremas derechas o populismos, que, como en Francia, cosecharon el respaldo de segmentos sociales y electorales que, por definición, se venían adscribiendo a las opciones de izquierda.

Para la estrategia de poder de Pedro Sánchez, establecer un dilema electoral en el futuro inmediato en el que los ciudadanos tengan que elegir en términos de utilidad entre el PSOE y Vox es muy conveniente, porque el terreno conservador y liberal de la derecha que representan el PP y Cs se está ocupando por el ala más moderada del socialismo y por su antagonista de extrema derecha. La razón por la que Podemos no es un refugio de decepcionados, inseguros, airados y frustrados reside en el hecho de que forma parte del Gobierno de coalición, mientras que el partido de Abascal se ha cuidado de no cargar con la mochila de ninguna gobernación, ni autonómica ni municipal. Su papel consiste en la oposición sistemática, en el aliento a la protesta, en la colisión y en la denuncia.

A Vox lo está votando la gente pobre, que deposita el voto como un puñetazo metafórico de rabia. Se está iniciando un proceso de ‘lepenización’ en España, porque ya resulta bastante claro que el partido de Abascal ha rebasado las fronteras naturales del electorado que se le asignaba. Se ha demostrado en Cataluña. Podría aducirse que allí Vox ha sido propulsado por el factor identitario. Y tal explicación valdría si el éxito en Cataluña fuese aislado. Pero no lo es. Vox tuvo éxito en Madrid y Andalucía muy singularmente; luego en el País Vasco —un territorio muy difícil para emerger con representación parlamentaria— y, por fin, en el legislativo catalán. Vox ha roto las costuras de un encuadramiento meramente reactivo a la crisis territorial y lo favorece la económica y social, al igual que ha sucedido con otros populismos de derecha en países de la Unión Europea.

A Vox solo lo va a parar la recuperación —que no será fácil ni de ejecución breve— del Partido Popular y la decisión de Ciudadanos de aliarse con el PP o fusionarse con los conservadores, componiendo un ala liberal según el modelo de integración de las derechas que consiguió José María Aznar en 1989 y que se mantuvo hasta 2014. Y, claro está, una política de Sánchez y del PSOE que no estimule la radicalidad por reactividad a políticas de parte y con escasa capacidad de integración transversal. Si los desheredados por la crisis de 2008 y por la que comenzó el año pasado encuentran consuelo y desahogo en la antipolítica y en la impugnación del sistema, tendremos un gravísimo problema de calidad democrática, mayor aún que el actual, cuya responsabilidad recae también sobre el populismo insensato de Podemos. Millones de ciudadanos van a pasar factura y elegirán a Vox para que ejerza como el cobrador del frac.