La civilización

Ignacio Camacho-ABC

  • El arte es una rebelión contra un destino dramático. Si el mundo se desploma, mejor que el desastre nos pille entre cuadros

Con la curiosidad aguijoneada por el bisturí intelectual de Rosa Belmonte me acerqué al Prado para hacer epistemología del desnudo, como dice ella, en la exposición sobre las pasiones de los mitos clásicos, pero sólo conseguí quedar preso de una variante voluptuosa del síndrome de Sthendal ante el diálogo visual de ‘Las hilanderas’ con el esplendor convulso de las ‘poesías’ de Tiziano. Estaba por allí el director Miguel Falomir, comisario de la muestra, dispuesto a explicar con gentileza -por enésima vez en los últimos días- los fundamentos conceptuales de su impecable trabajo. Anda Falomir estos días enredado en la polémica sobre la compra de un Blanchard que frisa el límite cronológico, fijado en el nacimiento de Picasso, por el que una pintura debe pasar a la colección del Reina Sofía como receptáculo oficial del arte contemporáneo. Ambos eludimos el asunto, que podría considerarse un debate frívolo, una excentricidad caprichosa en este tiempo sombrío de crisis pandémica y paro; pero cuando el director se volvió a su despacho pensé que en realidad se trata de un triunfo de la civilización, una muestra de la capacidad del ser humano para rebelarse a través de pequeños detalles sofisticados contra la zozobra de un horizonte dramático. Renunciar al orden de la belleza siempre constituye un fracaso; si el mundo se derrumba es mejor que la catástrofe nos pille deliberando sobre la pertinencia de un cuadro.

Algo de ese espíritu de resistencia humanística late también en el hecho mismo de que el Prado permanezca abierto cuando hasta Francia, tan orgullosa de su potencia cultural, ha tenido cerrados sus museos durante cien largos días de otoño e invierno. Hay poco, muy poco público, es cierto; la mayoría de los visitantes son -por razón de fuerza mayor- madrileños y en la puerta, junto a las taquillas semivacías, los guías se ofrecen al visitante entre la desesperación y el aburrimiento. Pero el tesoro aguarda dentro, incólume, orgulloso, entero, como un símbolo de inmutabilidad optimista frente a la amenaza de un destino siniestro. Y en la turbulencia trágica de Adonis y Venus, de Andrómeda y Perseo, o en esa extraña soledad en que habitan ahora los personajes de Goya o del Greco es posible respirar una esperanza de redención como la que anuncia el ángel rosa y oro de Fra Angélico. El pálpito intangible de una certeza: la de que aunque nosotros no estemos se salvará un legado espiritual y estético que desde el fondo de los siglos nos grita que al otro lado de la desolación, del miedo, de la convivencia quebrada o del engaño impune levantado sobre miles de muertos, siempre existe un remedio con el que combatir los presagios más escépticos. El antídoto del arte, la literatura, la música, la introspección, el pensamiento. O el de la promesa de renovación que al salir del museo brinda el espectáculo de la floración de los almendros.