FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • La competencia en las elecciones madrileñas se manifestará en ver quién es el más duro y agresivo con el oponente, quien polariza más, quién es el más dotado en el arte de la guerra

Damos por hecho que la gran batalla que se va a librar en Madrid es la que enfrentará a Ayuso y a Iglesias, o a Ayuso y Gabilondo, a quien se nos presentará como un Sánchez encubierto. Habrá otra, sin embargo, menos conspicua pero también interesante, la guerra entre hermanos: Más Madrid contra Podemos y Ciudadanos contra su fraternal PP, y viceversa. A mi juicio, esta es la que tiene más morbo. No en vano, el gran interés de Ayuso por convocar elecciones tiene una de sus principales justificaciones en hacer una OPA en toda regla contra esa formación y, en grado no menor, contra Vox. Quiere ser la líder de toda la derecha y demostrar a Casado que ella puede conseguir lo que este se ha mostrado hasta ahora incapaz de lograr.

Algo parecido ocurre con Iglesias. Si ha abandonado su inquieta placidez de la vicepresidencia es, creo, para restañar las heridas de su anterior gestión de Podemos y demostrar al PSOE que con él es posible alcanzar una hasta ahora siempre improbable victoria de la izquierda en Madrid. Si el resultado es el deseado, ¿por qué no proponerse como presidente de la Comunidad? Para ello hace falta, empero, que barra literalmente en su sector, que aplaste a Más Madrid y los resultados lo coloquen cercano a Gabilondo. El escenario que se dibuja en las elecciones de Madrid puede ser, por tanto, de lo más emocionante: fiero choque entre los polos y, ya de forma más sutil y velada, guerra fratricida. En Ciudadanos nos encontramos además con que habrá de disputar la campaña con su propia guerra civil interna, entre aquellos que abandonan el barco que se hunde y quienes porfían por mantenerlo a flote. Todos contra todos. Incluso, como en este último caso, contra sí mismos.

El siempre acertado Michael Ignatieff subsume este tipo de guerras fratricidas bajo lo que denomina el síndrome de Caín y Abel, el “hecho irónico de que la intolerancia entre hermanos es a menudo más fuerte que la que se da entre extraños”. Entre otras cosas, porque se conocen mejor, son verdaderos “enemigos fraternales”. Es una variante, como él mismo reconoce, del “narcisismo de la pequeña diferencia” del que hablaba Freud para explicar cómo siempre son más virulentos los conflictos entre quienes se ven más próximos, como serbios y croatas, católicos y protestantes en Irlanda del Norte, o —¿por qué no?— catalanes independentistas y españoles.

Lo peculiar, y por eso es tan fascinante, es que nuestros protagonistas ahora no lo podrán hacer explícito. El enemigo de cada cual tienen que presentarlo siempre en el otro bando. Por eso mismo, y este es mi temor, la competencia entre ellos se manifestará en ver quién es el más duro y agresivo con el oponente, quien polariza más, quién es el más dotado en el arte de la guerra. No hay nada extraño, pues, en que Iglesias haya optado por hacerse presente, o que Ayuso deseara convocar las elecciones. Pero no han contado con que algunos quizá estemos ya demasiado hartos de guerreros y prefiramos a los gestores tranquilos. El problema es si seremos capaces de oír su voz en medio del belicoso estruendo o si estamos dispuestos a aceptar que la argumentación es el arma más noble y eficaz. Veremos.