JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Las elecciones anticipadas de la Comunidad de Madrid pueden ser el inicio de un largo período de profundas turbulencias en la política de todo el país
De los sobresaltos que hemos vivido desde el anuncio de la moción de censura en la región de Murcia, el más sorprendente ha sido el provocado por la decisión de Pablo Iglesias de abandonar sus puestos de vicepresidente segundo del Gobierno y de diputado del Congreso para librar batalla como candidato en las elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid. El protagonista ha conseguido con ello lo que más le gusta: el efecto que produce la sorpresa, aunque haya debido sacrificar toda convención y las más básicas reglas de educación. Además, si la sorpresa va envuelta, como es el caso, en un relato de corte épico, casi heroico, su efecto colma toda expectativa. Al oírle, a mí me vino a la mente la gesta de Aquiles, cuando, enterado de la muerte de su amigo Patroclo, decide abandonar su reclusión y su resentimiento, e irrumpir en el campo de batalla en busca de Héctor, causando la euforia en los aqueos y sembrando el espanto en las tropas troyanas, para vengar la inconsolable pérdida del compañero. Aquí, Héctor tiene nombre de mujer y lo que para Aquiles era la pérdida del amigo es para Iglesias la amenaza del fascismo en el mismísimo corazón del país. La euforia en las propias filas y el espanto en las enemigas no encuentran, en cambio, paralelo.

Pero nunca han sido las gestas como las pintan sus autores. Yo, al menos, más que un valiente paso adelante en defensa de la democracia y la libertad, veo en el gesto -que no gesta- de Iglesias la huida de algo que aún no soy capaz de definir. De primeras, se me ocurre pensar en el aburrimiento que debe de producir al activista la ardua y rutinaria gestión de la acción de gobierno, que nunca da los resultados deseados y los que logra dar suele ser a costa de tiras y aflojas que dejan más sinsabor que contento. Así, la tentación de volver a encontrar en el activismo de partido la libertad que quita la pertenencia a un gobierno, más si es de coalición, con sus obligadas, aunque no siempre respetadas, ataduras, ha tenido que influir en la toma de la decisión. Por otra parte, los tiempos que se avecinan, con la inaplazable demanda de incómodas reformas de difícil acuerdo entre los coaligados, anuncian conflictos que, llevados, como hasta ahora, a la plaza pública, prometen más desgaste personal y partidista que prestigio y provecho electoral. Vistas así las cosas, la amenaza del inminente fascismo suena, más que a auténtico motivo, a ocasión que se idea y aprovecha con interesado oportunismo.

Además, con el adelanto de las elecciones en la Comunidad de Madrid, Unidas Podemos estaba forzado a gestionar a contrapié una coyuntura especialmente difícil. La barrera del 5% de los votos emitidos, que en esta comunidad es necesario rebasar para obtener representación en la Asamblea, es un reto de cuya incierta superación depende, si no la supervivencia, sí, al menos, la relevancia del partido -y de su líder- en la futura escena política del país. El primer amago de camuflarse en coalición con Más Madrid a fin de salir airoso del trance era sólo una provocación que Iglesias no podía no reconocer ni saber de antemano condenada al fracaso. Liderar en persona la campaña del partido en solitario era el único modo de superar la fatídica prueba y de atribuirse, de paso, el eventual éxito. Sea como fuere, al asumirlo, el líder se ha revelado a la altura de la difícil circunstancia.

La inminente campaña supondrá la exacerbación extrema de la actual polarización

Por desgracia, en el trance no están sólo implicados el partido y su líder, sino, en lo inmediato, el estado de ánimo de todo un país y, a más largo plazo, la estabilidad del Gobierno y las relaciones entre partidos. La inminente campaña supondrá, en efecto, la exacerbación extrema de la actual polarización, que se expresará esta vez mediante los inquietantes términos de enfrentamiento entre libertad y comunismo, de un lado, y fascismo y democracia, de otro, con indeseables ecos del ‘no pasarán’. Un lamentable retroceso que hasta hace poco resultaba impensable. Sólo queda esperar que la sangre no llegue al río al que se empeñarán en arrojarnos unos políticos cuyo éxito o fracaso depende precisamente del grado de tensión que esos términos alimentan. Más a largo plazo, lo que ocurra tendrá que ver en gran medida con lo que en este trance se decida. Una predicción parece, con todo, producto del realismo, a saber, que nos encontraremos abocados a una inestabilidad con más visos de permanencia que de transitoriedad. Y de ello no será responsable el ciego destino.