José Antonio Zarzalejos-EL CONFIDENCIAL
- Ha errado Sánchez al sustituir el estado de alarma por el de caos, y ahora su ministro de Justicia ya anuncia rectificación si el Supremo no avala las restricciones autonómicas. Se veía venir
Ni corrección ni disrupción. El Gobierno de Sánchez está maniatado por el error de su origen: una coalición sin futuro, fruto de un mal cálculo y con un apoyo parlamentario circunstancial. Como ha escrito este domingo en ‘El País’ Soledad Gallego-Díez, con el 4-M “aquí pasan muchas cosas” y la periodista —de izquierdas, coherentemente de izquierdas— atribuye la victoria de Isabel Díaz Ayuso a tres factores (“no a una ocurrencia de los madrileños”) que detalla así: “El aprovechamiento al máximo de la irritación que ha terminado provocando Pablo Iglesias en amplios sectores, no solo de la derecha más conservadora, sino también del centro derecha; el despertar del nacionalismo español, llevado en andas por el independentismo catalán, y la incapacidad del Gobierno para establecer una corriente de empatía con la población en general, entregado como está a la estrategia de expertos en comunicación y no a la actividad política, que no es lo mismo”.
Sin embargo, y siendo el diagnóstico anterior acertado, no existe posibilidad de que Pedro Sánchez encuentre alguna forma disruptiva para reencauzar la gestión de su Consejo de Ministros. Porque la fuga de Pablo Iglesias del Gobierno y del liderazgo de Podemos desnaturaliza la coalición, que fue un pacto entre ambos (no entre socialismo y populismo de extrema izquierda) para salvarse los dos del fracaso del 10-N de 2019; porque, efectivamente, el independentismo catalán (y el vasco de Bildu), coautor necesario de la investidura de Sánchez, ha llevado a un partido de Estado —el PSOE— a acuerdos ininteligibles que lo diluyen ante sus propios electores y, como consecuencia de las dos circunstancias anteriores, la empatía entre el presidente del Gobierno y sus ministros con “la población en general” se ha volatilizado. El 4-M ha sido, en consecuencia, un golpe de realidad. Pero un golpe letal.
No es que el presidente no quiera provocar un quiebro y ganar terreno. Es que no puede hacerlo. Su silencio no es prudente. Es impotente. Las urnas en Madrid le han dejado sin palabras y le han sugerido medidas de cortísimo alcance. El alejamiento de sus socios independentistas —los republicanos— se produce por la inercia histórica de ERC. La deslealtad es genética en esos republicanos. Aragonès no llamará a Illa (PSC) para formar Gabinete en la Generalitat, que sería la única medida que inyectaría una dosis de adrenalina a Pedro Sánchez. Por el contrario, la crisis en Cataluña tiende a hacerse crónica, con probables brotes de esa ‘rauxa’ que provoca anticuerpos en buena parte de España, que hubiese considerado un éxito la victoria socialista en aquella comunidad si el exministro de Sanidad —como Arrimadas en 2017— no permaneciese al frente de un nutrido grupo parlamentario (33 escaños) para funciones puramente coreográficas.
Incluso aunque a Sánchez le salgan bien las primarias en Andalucía frente a Susana Díaz —lo contrario sería para él funerario—, el Gobierno no tiene salida porque será un triunfo que dejará difuntos mal enterrados. Ha errado al dejar el Tribunal Supremo como instancia de gestión de la pandemia, como ha venido a reconocer este lunes el mismísimo ministro de Justicia ante el estado de caos que ha sustituido al de alarma (se veía venir); ha cedido de tapadillo ante la Unión Europea con un plan de ajuste mucho más duro y unilateral de lo que imaginaban los bardos ‘hamiltonianos’ que anunciaban dinero incondicional como si Merkel manejase la Reserva Federal de EEUU, y las variables positivas —eludir una nueva ola de coronavirus tras el vencimiento del estado de alarma, llegar a los objetivos de vacunación según el calendario previsto y reactivar bruscamente la deprimida economía nacional con el pronto efecto de los fondos europeos— no dependen de Moncloa, sino de factores fuera de su control.
Convocar elecciones inmediatas no es opción para Sánchez, pero tampoco es de la apetencia de Casado. El primero va a resistir; el segundo, a erosionar. Uno y otro esperan que el tiempo juegue a su favor, pero desde la misma posición táctica actual. Esta legislatura no va a terminar en pocos meses, aunque no llegará, ni remotamente, a 2023. Sánchez va a ‘ir tirando’, recomponiendo —si no le ciega la soberbia— sus yerros para que no resulten tan obvios, tan evidentes y, en ocasiones, tan escandalosos. Pablo Casado —pese a las encuestas precipitadas— tampoco se puede venir arriba. Más inteligente sería que diese margen —no a Sánchez sino al país— y acordase con el PSOE restablecer la integridad institucional (CGPJ, Defensor del Pueblo, Tribunal Constitucional) y elaborar un modelo de relación entre Gobierno y oposición que no abochorne a los ciudadanos. Si el PP no es alternativa —y no lo es todavía— no puede dedicarse a recitar necrológicas sobre el Gobierno, que está herido, que no liquidado.
El futuro de España —después de las breves épocas de Iglesias y de Rivera— busca desesperadamente su espacio de confort, que es el delimitado por la socialdemocracia y el conservadurismo liberal, con los reajustes que están imponiendo las grandes tendencias sociológicas. La primera debería absorber los intentos verdes —incluyéndolos— de Errejón, y el segundo, la porfía de los de Abascal, diluidos ya los naranjas. Y entre todos, esperar a que los independentistas se cansen de cavar su propia fosa —en Barcelona, la prensa exuda pesimismo y frustración— y preparar una remoción constitucional por el procedimiento no agravado que haga una España menos confusa (autonómica) y más igual (federal). Un tránsito que está en la genética del texto de 1978 y que torpemente no hemos recorrido.