José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El exlíder de Podemos se ha ido porque no se soportaba ni él mismo; se ha marchado porque allí donde actuaba, destruía. Ha roto con su identidad rapándose el pelo y convirtiendo su imagen en convencional
La estética es la ética del comportamiento, y acaso el corte de la cabellera de Pablo Iglesias implique la más radical transformación del personaje, más allá de sus decisiones políticas, que quizá su indumentaria y sus signos externos inequívocos —la coleta— suscitaban duda sobre su carácter meramente tentativo, aunque el toque de funerala en forma de obituario, premonitoriamente, se inició hace unos días y a ello quiero referirme con ocasión de ese taurino ademán que ritualiza la retirada del personaje. Su imagen es convencional; hace falta que su comportamiento resulte coherente con la interpretación del rapado.
La lectura de “Pablo”, el artículo ditirámbico del ministro de Universidades publicado el pasado 8 de mayo en ‘La Vanguardia’, es esclarecedora porque sus próximos, incluso si son tan veteranos como Manuel Castells, tratan al que fuera líder de Podemos como un caudillo. Escribe nuestro autor que “Pablo Iglesias ha transformado la política española” y que “su audacia ha reverberado allende los mares suscitando esperanzas de que otro mundo es posible”. Atribuye a su retirada “épica y política”, y adjetiva su marcha como “gesto lúcido y generoso”. Del que se deduce, según Castells, que “no es el fin de Pablo Iglesias y, mucho menos, de Unidas Podemos”, que en adelante “puede crecer, libre de viejas ataduras, porque corresponde a una necesidad de la sociedad”. Por fin se refiere al “fuego interior” de Iglesias que a él “le anima y que transmite que todo es posible si lo creemos y lo practicamos”. Y termina: “Sí, Pablo, sí se puede”. Pablo sí ha podido quitarse de en medio la coleta. No es poco, simbólicamente.
Ya no estamos acostumbrados a estos textos hagiográficos, y menos de un académico de inspiraciones anglosajonas. Disponen de evocaciones poco placenteras en la España que guarda recuerdo del periodismo subalterno e hiperbólico. Pero tiene su sentido cuando se referencia a Pablo Iglesias. Porque su liderazgo ha sido cesarista, total, acumulativo y arrollador. Y breve, muy breve: entre 2014 y 2021 solo han pasado escasamente siete años. Corto espacio de tiempo, pero muy intenso. Tanto, que se ha hecho largo para los amigos de Iglesias, y más aún para sus adversarios. Los unos y los otros esperan ahora su próximo paso después de haber dejado el Congreso, el Gobierno, el partido y la coleta. Su sugerencia de una sucesión “coral” y “feminizada” en Podemos no tiene futuro, porque tal fórmula (Belarra, Montero, Díaz) implicaría dos rarezas en la política actual: un triunvirato y una bicefalia.
Esa doble fórmula saltará por los aires. En realidad, nadie puede sustituir a Pablo Iglesias. Porque parecérsele es indeseable en la medida en que despierta —como él dijo— “los afectos más oscuros”, y diferenciarse de él implica renunciar a la rabia y la furia que son las fuerzas tractoras de una organización política desvertebrada que provoca un regusto a resentimiento. Por eso, al raparse, se ha mimetizado con el entorno.
Bertrand Russel, en ‘Viaje a la revolución’, una interesante obra en la que relata su periplo por Rusia en 1920, escribe que “el bolchevismo no es una mera doctrina política, es también una religión con dogmas elaborados y escrituras sagradas”. Russell trata de localizar en aquella fase inicial del comunismo trazas de positividad, pero no termina de localizarlas pese a su esfuerzo por empatizar con los propósitos que persigue. Releyéndole, se llega a la misma conclusión que con Iglesias y con Podemos: él, su persona y su partido pueden ser explicados, incluso comprendidos, pero terminan provocando aversión, incluso en aquellos que dicen identificarse con sus fines, como prueban las purgas que han desertizado la organización de referencias fundadoras: Errejón, Alegre, Bescansa, Pascual…
Pablo Iglesias ha sido destruido por Pablo Iglesias. O por su circunstancia que forma parte de su yo, como dejó escrito el maestro Ortega y Gasset. Y está huyendo de sí mismo. El propio Manuel Castells reconoce en su necrológica política que “le obligaron a replegarse. No por desánimo y mucho menos por miedo. Simplemente porque analizó que era más una rémora que un apoyo para el proyecto político de lucha en la sociedad y reforma desde el Gobierno”. Es curioso cómo un texto que se entrega a la elegía —y así lo hace el del ministro de Universidades— puede contener al mismo tiempo contradicciones que son más certeras que las afirmaciones inconcusas. Efectivamente: era una “rémora”.
Para obviar este obituario tan duro, su entorno —que ha respirado aliviado— se ha embarcado en una jeremíaca queja sobre la brutalidad con la que Pablo Iglesias habría sido tratado tanto por sus enemigos como por determinados medios de comunicación. La realidad es que si se siembran vientos, se recogen tempestades. El derecho al insulto y el “jarabe democrático” lo reivindicó Pablo Iglesias para materializar el juego atroz de amigo/enemigo en el que alimentó la epopeya que nos narra el ministro de Universidades en su texto periodístico.
El que fuera líder de Podemos no reclama una descripción de trazo grueso, aunque sí inequívoco, con afanes puramente ideológicos. Es lo que es: un bolchevique del siglo pasado, pero no un ser perverso, sino equivocado y de otra época. Se ha dado cuenta al desprenderse de sus pinturas (pelos) de guerra. Como los comanches cuando se entregan a la paz y olvidan la guerra. En ocasiones anteriores sostuve —y lo sigo haciendo— que a determinados políticos hay que escudriñarlos mucho más desde la psicología que desde las ciencias puramente políticas. Es el caso de Pablo Iglesias. Lo constataremos con el tiempo porque, una vez transcurra, se verá que no ha dejado más rastro que el de un recuerdo frustrado repleto de excentricidades. Releamos a Russell.