FERNANDO VALLESPÍN-EL País

Hay momentos en los que se gana más apoyando al Gobierno que enfrentándose a él, sobre todo cuando se tocan las fibras más sensibles del interés general

El esquema Gobierno/oposición al que estamos tan acostumbrados no fue diseñado por nadie, es producto de un largo proceso evolutivo. Tampoco sigue reglas claras. Cumple, sin embargo, una función fundamental, permitir que el ciudadano obtenga al menos dos visiones distintas de la realidad, aquella que nos transmite el Gobierno respecto de su propia actividad, y las que elaboran y comunican los que a él se oponen. El ciudadano decide después con cuál se queda. Como ven, es muy simple, pero muy complejo a la vez. Porque no basta con la oposición por la oposición misma, porque sí. Esa construcción de la realidad alternativa no puede ser caprichosa, debe ser verosímil, susceptible de ser presentada con argumentos racionales, no apoyarse en un rechazo primario sin más. O sea, que cuando un gobierno todo lo hace mal y merece ser vituperado a cada paso que da es que quizá la oposición no esté haciendo bien su trabajo.

Esta es la impresión que ha vuelto a salir a la luz después del control parlamentario del pasado miércoles en el Congreso. Casado se pasó de frenada. Era tan obvia la necesidad de ponerse del lado del Gobierno en la crisis de Ceuta, que en ese momento todas las demás críticas con las que envolvió su apoyo de fondo solo consiguieron ponerlo en duda. En otras palabras, no era el momento de hacer oposición. Luego ya se dieron cuenta y tuvieron que rectificar. Y fue inevitable pensar también en el precedente del estado de alarma y su actitud en general durante la pandemia. Hay momentos en los que la oposición gana más apoyando al Gobierno que enfrentándose a él, sobre todo cuando se tocan las fibras más sensibles del interés general. Una cosa es la oposición mecánica y visceral, que solo convence a los ya convencidos de la supuesta maldad intrínseca del Gobierno, y otra la oposición reflexiva, la que al criticar construye y permite vislumbrar a aquella como alternativa.

Otro ejemplo son las críticas formuladas a la presentación del informe España 2050. No dejamos de lamentar el cortoplacismo de la política democrática; cuando por fin abordamos un estudio donde se nos exponen objetivos de futuro y los medios necesarios para alcanzarlos, resulta que también está mal. O que ahora hay que pensar solo en el presente, no en el porvenir. Puede criticarse la puesta en escena, tan propia de la política como espectáculo, o que se coordinara desde la oficina de prospectiva en La Moncloa, pero el que algo así exista y se abra a la participación de sectores de la sociedad civil ya es positivo en sí mismo. Un esfuerzo de tanta ambición, nos guste más o menos, solo puede elaborarse además a partir de los medios disponibles por el Gobierno. Que de él parta la iniciativa es lo lógico, como también debería serlo el que pueda dar lugar a un amplio debate en sede parlamentaria.

Volvemos al comienzo. La oposición controla al Gobierno, eso es lo estipulado; pero uno y otra también deben de rendir cuentas ante los ciudadanos. La peor combinación posible es encontrarse con un mal gobierno y una oposición incapaz. O con ciudadanos fanatizados incapaces de evaluar quién y cuándo lo hacen bien o mal. En eso consiste el juicio político bien ponderado.