JOSU DE MIGUEL BÁRCENA-EL CORREO

La nueva ley parece dar por acabado el consenso que alumbró la Constitución

El Consejo de Ministros ha aprobado recientemente el proyecto de Ley de Memoria Democrática. Se trata de un texto de una gran importancia porque parece dar por acabado el consenso de la Transición que permitió la aprobación de la Constitución, «acta de paz» entre españoles que puso fin a la cruenta Guerra Civil y décadas de dictadura franquista. Se estaría abriendo, ojalá me equivoque, un nuevo tiempo político que podría propiciar otro proceso constituyente que acabara con el denostado y ya abiertamente desatendido «régimen del 78». Nada ocurre porque sí.

Durante décadas se cultivó el mito de la Transición. Dentro de ese mito operaban diversos elementos que sirvieron para alimentar la legitimidad que necesita todo sistema político para perdurar. Uno de esos elementos fue la Ley de Amnistía de 1977. Dicha norma expresó unánimemente la voluntad de todos los implicados de olvidar lo que ocurrió desde julio de 1936. La amnistía es algo más que la desaparición de la responsabilidad penal: es también un acto material de justicia que permite coordinar los cambios de regímenes en los que se produce una mudanza fuerte de valores, como fue el paso de la autocracia franquista a la democracia constitucional.

Pero la amnistía, el olvido y el perdón mutuo son conceptos de difícil conciliación en un contexto donde predomina la memoria sobre la historia. Las generaciones que protagonizan hoy la democracia en España son herederas de un cambio de mentalidad en la que el pasado termina subordinado a las exigencias del presente ideológico. El proyecto de ley aquí comentado, que tendrá réplicas autonómicas, pretende llevar a una norma jurídica las responsabilidades políticas y morales que antaño ventilaban los historiadores y filósofos profesionales. Tales responsabilidades se focalizan en el golpe de Estado de Franco de julio de 1936, que pasará a ser condenado y repudiado dentro de una ley. Como se ve, de las reiteradas proclamaciones parlamentarias se pasa a normas jurídicas con propósitos emocionales.

No cabe ignorar que nuestros constituyentes y los actores principales de la Transición tuvieron una actitud elusiva frente al pasado. Aunque tenían sus motivos, ello determinó el modelo de democracia fundado en 1978. Tras el final de la II Guerra Mundial, en Alemania la Ley Fundamental prohibió los partidos políticos que por sus fines y comportamientos tendieran a desvirtuar o eliminar la democracia. En Italia, una Disposición Final de la Constitución proscribió el movimiento fascista. En ambos casos, de forma desigual, se abordó el manejo de la historia reciente desde la propia Constitución, lo que supuso la puesta en marcha de una democracia militante (Alemania) y un republicanismo negativo (Italia) que impedían actividades vinculadas con el nazismo, el comunismo o el fascismo.

Me parece que el proyecto de memoria democrática del Gobierno modifica el modelo de democracia en el sentido que acabo de indicar. Al desterrarse el franquismo -hoy residual- mediante la creación de un delito de apología, la posibilidad de sancionar administrativamente sus manifestaciones y la prohibición de asociaciones que lo elogien se colisiona con la doctrina y la jurisprudencia constitucional dominante que venía apuntando que en España las ideologías formuladas pacíficamente no podían determinar el ejercicio de derechos fundamentales (participación, expresión y asociación). Bien es cierto que nuestro Código Penal ha venido incorporando medidas de defensa de la sociedad democrática desde hace tiempo, pero el proyecto de Ley de Memoria no está concebido para combatir renovados peligros que amenazan a aquella (por ejemplo, el odio contra grupos vulnerables), sino un pasado remoto cuyas responsabilidades están, creo, prescritas desde diversos puntos de vista.

Así las cosas, aunque la memoria y la espectacularización están fuertemente imbricadas, no debiéramos frivolizar con una ley que, además de poner en cuestión los fundamentos del consenso constitucional, desplaza la praxis democrática desde los medios hacia los fines que se consideren legítimos. Los que hoy proponen alegremente esta mutación, ¿aceptarán que futuros legisladores prohíban los ‘ongi etorris’ que la izquierda abertzale realiza a los presos etarras? ¿Qué dirán cuando otra mayoría parlamentaria haga su propia ley de memoria desterrando legalmente otras ideologías o partidos considerados extremistas, como el comunismo o el nacionalismo? ¿Dónde quedará el tan cacareado pluralismo?

Estos interrogantes -que pueden ampliarse a otros ámbitos del proyecto- no pretenden ser un rechazo de las políticas de reparación de víctimas de la Guerra Civil y el franquismo, que se han ido desplegando desde el comienzo de la democracia con más pena que gloria. Pero aluden a problemas que no son técnicos, sino nucleares de una futura norma que debiera ser respetuosa con la letra y espíritu de la Constitución y pensada para reconciliar desde un punto de vista intergeneracional a los españoles.