- Quizá descubran que son ellos, los afganos, los que más sincera y limpiamente quieren a esa palabra
España. No conozco ninguna otra voz del Diccionario de la Real Academia (salvo, quizá, “Dios”) que haya sido tomada en vano tan frecuente y brutalmente por quienes vivimos o han vivido aquí, siglo tras siglo.
En vano, sí, casi siempre. Y por todos. Durante los últimos cien años la derecha española, hija de los caciques, sobrina de la Iglesia católica y nieta de la Inquisición, hizo cuanto pudo para apropiarse del nombre de España. Durante la dictadura de Franco (siento sacar otra vez al muerto del hoyo, pero no me queda más remedio), España eran ellos, el régimen; y todo lo que no eran ellos constituía la antiEspaña, los que odiaban a España. Pero yo rara vez he oído o leído palabras más hermosas de amor sincero a España que las que dijeron Azaña, Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo, Joan Maragall y muchísimos más.
De niños, en el colegio, se nos enseñaba que la historia era un asunto de buenos y malos. Los buenos éramos nosotros; los malos, todos los demás. Y aquel nosotros estaba formado no solo por los niños de mi clase sino todos en tropel, por los celtas y los íberos, Numancia y Sagunto, el Cid, los Reyes Católicos, Felipe II y Hernán Cortés, Cervantes y Lepanto y, por ahí seguido, hasta Marujita Díaz y Franco, que era el que culminaba todo el proceso y el “salvador” de España. Esa palabra sagrada lo contenía todo, lo sintetizaba todo, y su definición, obra de José Antonio Primo de Rivera, era concluyente: “España es una unidad de destino en lo universal”.
Y más cosas se le agregaron, para su mal, los llamados “ancestrales gritos de ritual” que había que gritar cada vez que alguien voceaba “España”: Una, grande y libre
¿Concluyente? Yo no la entendí jamás ni creo que nadie supiese qué quería decir aquello, pero pronunciábamos la frase (sonaba tan bien) como si fuesen las palabras mágicas que daban sentido a todo lo que éramos y veíamos, la fórmula que abría las puertas del futuro. Un futuro que no aparecía por ninguna parte, pero daba lo mismo porque el régimen añadió al sencillo “viva España” otra cosa: el “arriba España” que Unamuno jamás comprendió. Y más cosas se le agregaron, para su mal, los llamados “ancestrales gritos de ritual”, que de ancestrales no tenían nada pero que había que gritar cada vez que alguien voceaba “España”: una, grande y libre.
La apropiación indebida de la palabra “España” por el franquismo (lo mismo que hoy pretende nuestra castiza y trumpetera extrema derecha) provocó, lógicamente, una reacción contraria cuando la dictadura colapsó, derribada en lo esencial por Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda y el rey Juan Carlos. Casi toda la izquierda comenzó a ignorar esa palabra, a obviarla, a sustituirla por sinónimos, eufemismos o circunloquios. Se decía (se dice aún hoy) “el Estado”, “el Estado español”, “el país”, tan solo para no decir España, que se había convertido (es comprensible) en símbolo o referente de la dictadura. No nombrar a España era, o se pretendía que fuese, negarla como realidad. Era tan ridículo aquello como lo que hizo el propio régimen con, por ejemplo, Jacinto Benavente. El franquismo lo detestaba, seguramente por homosexual, y en la prensa salían cosas así: “Se estrena en el Teatro Cómico la comedia Adoración, obra del célebre autor de La Malquerida”. No se podía decir “Benavente”, como tampoco se podía decir “Caperucita roja” (se cambiaba por “encarnada”) o “ensaladilla rusa”, que fue rebautizada como “ensaladilla nacional”.
Por lo mismo, en la Transición hablabas del “Estado”, y no de España, para que aquella izquierda tan pijoteramente semántica no te motejara de facha. Nunca imaginamos entonces que la palabra “España”, por sí sola, llegaría a salvar vidas, como pasa ahora.
Las gestas de la selección hacían que cientos de miles de personas coreasen el viejo nombre común con toda su alma, y eso lo mantenía más vivo y floreciente que cincuenta iniciativas oficiales más o menos artificiosas
Pero España es una realidad sólida y tozuda, muy a pesar de las tropelías de unos y de otros. Durante décadas, la invocación gozosa de su nombre se refugió en las hazañas deportivas. Las gestas de la selección nacional de fútbol, por ejemplo (he escrito deliberadamente nacional y no española: tengo claro que, en este contexto, son sinónimos), hacían que cientos de miles de personas coreasen el viejo nombre común con toda su alma, y eso lo mantenía más vivo y floreciente que cincuenta iniciativas oficiales más o menos artificiosas, como aquello de la “marca España”.
Los secesionistas, sobre todo los catalanes pero también algunos más, inventaron desde su odio a España (todo nacionalismo necesita, por definición, un enemigo al que odiar; sin eso no existe) algunos epítetos peyorativos, como el de “puta España”, que tanta gracia hace a los agitadores sobrecogedores de TV3. También procede del fútbol y da una idea bastante cabal de hasta dónde llega el caletre de esta gente, porque usar el indecente y machista puta contra alguien dice mucho más de quien lo lanza que de quien lo recibe: es lo primero que los homínidos que conviven con nosotros, que son bastantes, le dicen a una mujer para injuriarla. Con eso está dicho todo.
Una palabra mágica
Pero nunca imaginé que ese solo vocablo, “España”, se convirtiese (quizá por primera vez en su historia; eso no lo sé) en una fórmula para sobrevivir, en una palabra de nuevo mágica que separa la vida de la muerte. Hay una tremenda carga simbólica en todo eso.
Ahora mismo, en las inmediaciones del aeropuerto de Kabul, hay cientos de miles de personas que tratan de escapar de la matanza que está a punto de desencadenarse. No lo conseguirán todas, por desgracia y vergüenza para Occidente. Muchos de esos afganos colaboraron con el personal español como traductores, auxiliares, chóferes, conserjes, yo qué sé. Eso ahora mismo, después de veinte años, es una condena a muerte para ellos y para sus familias. Les están buscando casa por casa, a los que siguen allí y a los que huyeron a tiempo pero dejaron atrás a los suyos.
Si tienen suerte y les distinguen entre la multitud, es posible que los soldados españoles se abran paso hasta ellos, jugándose que les vuelen la cabeza
¿Y qué hacen los que tratan de salvarse? Pues se acercan como pueden a las inmediaciones del aeropuerto. Miran a los soldados hasta que distinguen una bandera roja y amarilla. Y entonces se ponen a gritar: “¡España, España!”, con toda su alma, porque saben que ese grito es su última, su única esperanza. Como dije hace un momento, el nombre de España, para ellos, separa la vida de la muerte. Literalmente.
Gritan con la esperanza de que les oigan. Si tienen suerte y les distinguen entre la multitud, es posible que los soldados españoles se abran paso hasta ellos, jugándose que les vuelen la cabeza. Si lo consiguen, con bastante más suerte los militares podrán llevar a los afganos a zona segura. Y la última e indispensable dosis de suerte se reserva para subirse al avión. “España, España”.
Ahora prefiero no imaginar que esos afganos, que hablan nuestro idioma y que siguen vivos gracias a esa invocación, llegan aquí, después de un tiempo se integran y acaban descubriendo que buena parte de los políticos todavía procuran no usar ese nombre porque les parece “facha”; que otra parte siniestra de esos mismos políticos lo usan y abusan como arma arrojadiza y provocación contra sus enemigos (la extrema derecha no tiene rivales o adversarios, tiene enemigos); y que, por último, en una zona del nordeste hay unos cuantos que la odian, la llaman “puta” y luego se ríen mucho. Quizá descubran que son ellos, los afganos, los que más sincera y limpiamente quieren a esa palabra, “España”, cuya sola pronunciación en voz alta preservó su vida y la de su familia. Es para preguntarse qué pensarán.
Pero mejor no me lo voy a preguntar. Hoy tengo un buen día.