Las restricciones de la política son una variable que se entremezcla en la vida económica con relativa frecuencia. Piense sin más en las distorsiones producidas por las ayudas a las empresas en crisis que palían un problema social, de empleo, a cambio de alterar las condiciones de la competencia y de lesionar la equidad. Ahora, con la escalada de los precios de la luz se presenta el problema de la intervención pública con toda su crudeza. Los precios se han disparado y arrastran el descontento social hasta límites difíciles de soportar para cualquier gobierno. El hecho de hablar de subidas de precios internacionales y que su traslado a la factura de los consumidores no sea ni automático, ni mucho menos total, no supone un gran alivio puesto que son pocos quienes entienden su funcionamiento y menos quienes reparan en ello.
Por eso, enfrentado al descontento social, el Gobierno ha tomado la decisión de violentar el normal funcionamiento de la economía. En los sistemas de economía libre de mercado -por más apellido ‘social’ que se le añada-, los precios los fija el mercado en función del juego de la oferta y la demanda y hay todo un cuerpo legal dirigido a garantizar su buen funcionamiento que, como siempre, nunca es perfecto. Menos aquí, que el sector funciona con una regulación a veces asfixiante y últimamente ineficaz en lo que antes se denominaba -tiene gracia- como ‘marco estable’. Pues va a volver a intervenir en el sistema y desviar un montón de miles de millones de los ingresos de las empresas para canalizarlos hacia los consumidores.
¿Cómo juzgar la medida? Pues en primer lugar, como inevitable. Entre las ‘malvadas’ empresas energéticas y los ‘indefensos’ ciudadanos, la decisión es fácil para cualquier gobierno. Además, el Ejecutivo ha dado ejemplo al reducir la carga fiscal que soporta la factura, aunque para él es indolora pues eso va contra los ingresos fiscales y ya sabemos que ‘el dinero público no es de nadie’ y que los presupuestos ahogan sus penas en silencio. Pero el triunfo de la política no debería ocultar los daños colaterales que provoca. En primer lugar en la seguridad jurídica. Las empresas invierten en base a las expectativas que genera un determinado marco legal y cambiarlo, mientras está vigente, es una anomalía que puede retraer futuras inversiones. En segundo, la medida tiene que ser coyuntural, como lo es la razón que la justifica. Aquellos a quienes les gusta la intervención pública en el sistema de fijación de precios deberían repasar la inmensa lista de destrozos que tal práctica ha causado en todas las épocas y en todas las latitudes. En tercero, hay que aprovechar la ocasión para hacernos mayores y enfrentarnos a los efectos que provocan nuestras decisiones. Una buena parte del problema está originado por el precio alcanzado por el CO2. Un mecanismo previsto para luchar contra el cambio climático cuyo coste podemos asumir, pero no desconocer.