JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

La misma semana en que uno de los hombres más justos de que hemos gozado en el País Vasco, Joseba Arregi, nos abandona definitivamente, otro hombre (Henri Parot), este un asesino irredento, vuelve por fin a estar entre nosotros los vascos. Uno se va entre el dolorido aprecio de muchos que tuvimos el privilegio de compartir sus afanes (adiós, Joseba), el otro viene entre el jubiloso recibimiento de su grupo y la indiferencia de los más. ¿Cabe mayor burla cruel que este entrecruzarse de destinos vitales tan opuestos, el justo en despedida y el injusto en recibimiento? Pero, más allá de esta coincidencia, ¿cabe mejor retrato de nuestra sociedad que éste que reúne pinceladas tan desquiciadas como la del dolor por la muerte de Joseba y la alegría por la vuelta de Henri? Porque eso es lo que tenemos: un retrato implacable de nuestra sociedad con todo lo que contiene de bueno y de malo, de enaltecedor y de miserable, todo junto y revuelto. Y es bueno que así sea.

Este artículo no le hubiera gustado a Joseba. Él era exigente con la democracia, concebía y exigía una democracia que fuera militante contra los comportamientos contrarios a su esencia, contra aquellos que atentan a la dignidad del ser humano. Exigía su prohibición y castigo como exhibición repugnante que son de sentimientos innobles y profundamente contrarios a la dignidad de las personas. Pero se topaba con esa realidad apabullante de que la nuestra, la española, no es una «democracia militante» como la de Alemania, sino un régimen fundado ante todo en la libertad. Libertad incluso para contradecir a esa Constitución, para exaltar ideas antagónicas a ésta, libertad para hacer exhibición de opiniones indignas, por muy execrables e hirientes que resulten. Esa fue nuestra opción histórica y esa sigue siendo nuestra forma de aplicar el Estado de Derecho, poniendo siempre por delante la libertad de los seres humanos concretos para manifestar sus sentimientos o ideas.

En el fondo, nuestro Estado de Derecho obedece a una idea muy liberal, la de que no es el Estado con su aparato normativo y represivo el que debe construir e imponer unos comportamientos virtuosos en la sociedad, arrinconando los indignos y repugnantes. La moral no la impone el Derecho Penal, sino que debe ser la sociedad misma la que lo haga con su reacción de repulsa ante los comportamientos indignos. Y si la sociedad no lo hace, mejor dejar al Derecho en paz, pues tendremos lo que nos merecemos.

Joseba estuvo perseguido por los violentos durante muchos años. Él se va, ellos vuelven. Somos más los que celebramos su vida ejemplar (eso quiero creer) que quienes celebran la vuelta de sus asesinos frustrados. Pero en esta sociedad nuestra, nos guste o no, cabemos ambos.