Publicado en el Blog de Santiago González
Se llamaba Joseba Arregi Aranburu y había cumplido 75 años el 30 de mayo. Fallecía ayer, víctima de lo que el periodismo, con esa portentosa capacidad para los tópicos llama ‘larga enfermedad’, o sea, cáncer con metástasis. Este verano, en cinco semanas, se me han muerto dos amigos: Mikel Azurmendi y Joseba Arregi. Jon Juaristi acaba de comentar que con los dos ha desaparecido lo mejor de su generación y tiene razón. Con el fallecimiento de Mikel aún reciente hice a Joseba la visita semanal que le hacía durante los últimos meses de su enfermedad y me reveló los lazos, no solo de amistad, sino de parentesco que les unían. Las muertes de Mikel y Joseba cumplían de manera intensa los versos de John Donne: “La muerte de todo hombre me disminuye/ porque formo parte de la humanidad…” También recordaban los de Miguel Hernández: “Qué sencilla es la muerte, qué sencilla/ pero qué injustamente arrebatada./No sabe andar despacio y acuchilla/ cuando menos se espera su turbia cuchillada.” Mikel cayó fulminado mientras trabajaba su huerto, Joseba, después de meses de convivir con su dolencia, pero en ambos casos la noticia nos sorprendió con un golpe seco e inesperado.
Lo conocí hace más de 30 años, en la legislatura del primer Gobierno de coalición PNV-PSE. A veces nos encontrábamos en los ascensores de Lakua, él camino de la cuarta planta, a su despacho de consejero de Cultura y yo a la quinta, donde cumplía funciones menestrales junto al vicepresidente Ramón Jáuregui. Mi sectarismo de entonces me hacía considerar a Joseba un adversario en tanto que nacionalista, alguien ajeno a mi mundo. Unos años más tarde cambié de opinión gracias a la intervención de José Antonio Zorrilla, cónsul general de España en Shanghai, que me escribió para decirme que iba a impartir una conferencia en Bilbao y me invitaba a asistir. Allí conocí por segunda vez a Joseba Arregi, o por mejor decir, a un Joseba Arregi que yo ni sospechaba, uno de los más notables intelectuales que ha dado Euskadi y sin duda alguna, el que más cabalmente se ha posicionado en favor de las víctimas del terrorismo. Nunca han encontrado las víctimas a nadie que haya defendido su causa con tanta convicción, con tanta inteligencia, con tantas razones como Arregi.
De ello deja prueba incontestable en su último libro: ‘El terror de ETA. La narrativa de las víctimas’, publicado hace seis años y cuya presentación nos encargó Joseba a Teo Uriarte y a mí. Ya en el mismo título planteaba dos cuestiones capitales: la naturaleza del terrorismo y la narrativa, el relato de las víctimas. Era un libro esencial de cuya lectura salías con conocimientos nuevos, con datos que no tenías. A partir de dos grandes autores, Timothy Snyder y Tony Judt, establecía Arregi una muy pertinente analogía entre las sociedades europeas ante el holocausto y la sociedad vasca ente el terrorismo de ETA. Se trata de recordar a las víctimas por una parte y de olvidar los comportamientos propios ante los judíos y ante las propias víctimas del terrorismo etarra. En una entrevista que le hizo por entonces mi compañera y sin embargo amiga, Leyre Iglesias, decía que los asesinos de ETA no eran locos, ni psicópatas, sino personas normales animadas por una pulsión totalitaria. También señalaba la insuficiencia de la disculpa del lehendakari Urkullu por la falta de la cercanía a las víctimas. El cariño es importante, pero las víctimas tienen una dimensión pública y política que les fue conferida por sus asesinos, que está en la intención con que fueron asesinadas, en el proyecto político de ETA.
Escribe con metáfora perfecta que aunque la banda considera enemigo suyo al nacionalismo tradicional, nace y crece en el suelo que éste ha arado previamente y deja huella. Tal como afirmaba: “El nacionalismo ha pasado de gobernar como si ETA no existiera a hacerlo como si nunca hubiera existido”.
Joseba Arregi fue un hombre que vivió a veces a contrapelo de sus propios intereses, aunque siempre a favor de sus convicciones. Él podría haberlo sido todo para el nacionalismo, pero fue rechazando posibilidades a medida que se agarraba con más fuerza a sus principios. Son muy pocos los casos semejantes, aunque sí hay un precedente muy notable. Se trata de Dionisio Ridruejo, que fue falangista de primera hora, coautor de la letra del ‘Cara al sol’, voluntario en la División Azul. Lo tenía todo para ser una figura del régimen franquista: era poeta, un excelente poeta aunque se prodigara poco, un intelectual que honraba la condición de tal y poco a poco se fue apartando de la dictadura para escoger el camino del exilio que lo llevó hasta la socialdemocracia. Participó en el Contubernio de Munich, fue detenido un par de veces, le asignaron residencia forzosa en 1962, y acabó fundando un partido de socialismo no marxista: la Unión Socialdemócrata Española.
Con él hemos perdido a un hombre bueno, justo y sabio. Su mujer, Amaya Anasagasti y sus hijos, Andoni, Martin y Miguel, a un esposo y un padre ejemplar. Goian bego, querido amigo. Descansa en paz.