Francesc de Carreras-El Confidencial
- Joseba era un político y un intelectual profundo, moralmente limpio, íntegro, de una pieza. En esto nadie le ganaba ni le podía ganar, por esta razón estaba en política
Para entender su activa vida política, también su evolución, hay que leer el libro ‘ Ser nacionalista ‘, escrito en diálogo con Diego López Garrido y publicado por la editorial Acento el año 2000. Allí relata el mundo de su niñez, la atmósfera familiar en su casa de Andoain, donde nació en 1946, con un padre ‘gudari’ y una madre con dificultades para hablar castellano.
Cuatro ejes marcaron su educación infantil: el amargo recuerdo de la Guerra Civil, el euskera como lengua viva y símbolo de la resistencia al franquismo, la religión y la familia como ambiente que lo impregnaba todo. En consonancia con todo ello, Joseba Arregi fue educado a partir de los 12 años en un seminario menor hasta que decidió estudiar para ser sacerdote. Con esta infancia y primera juventud, vivida siempre dentro de ese ámbito, ¿cómo podía Joseba Arregi no ser un ferviente nacionalista identitario, decidirse a ‘ser vasco’ como opción política explicativa de todo? Así se formaron sus sentimientos, pero no su ideología.
Joseba fue ante todo un estudioso, un hombre de alta cultura. Se doctoró en Teología en Alemania, mucho más tarde en Sociología en la universidad vasca. Su paso por Alemania fue decisivo, le marcó honda huella y allí aprendió a pensar sin estar condicionado por los sentimientos en que se había educado en su infancia y juventud.
La explicación que da en el libro puede resumirse en este párrafo: «El positivismo y el funcionalismo fueron carcomiendo la estructura de mi edificio intelectual, que era al mismo tiempo el esqueleto en el que colgaba mi identidad y mi forma de entenderme como persona». Su nacionalismo sentimental comenzó a tambalearse, había entrado en el mundo de las ideas: «El mundo intelectual que iba adquiriendo cuerpo en mi interior durante los estudios en Alemania no tenía sitio para el nacionalismo consolidado conceptualmente en mi juventud, empezaba a ser un mundo hostil al nacionalismo». La identidad personal se forma a lo largo de la vida, uno no nace con una identidad para siempre.
Sin embargo, en una lenta evolución, se lanzó en los primeros años ochenta a la vorágine política desempeñando cargos en el Gobierno vasco, por tanto, en el ámbito del PNV: consejero de Cultura, portavoz del Ejecutivo, entre los más significativos. Pero Joseba seguía pensando, reflexionando, contrastando la realidad con sus ideas. Seguía siendo un nacionalista, pero de otro tipo: un nacionalista cívico, cultural, pluralista y democrático.
Nada que ver, pues, con el Gobierno vasco que firmaba el Pacto de Lizarra y comenzaba a preparar el Plan Ibarretxe. Nada que ver con el nacionalismo identitario, con utilizar el ‘sentimiento de ser vasco’ como principal sostén de la actividad política, más todavía si esta utilizaba el terrorismo como arma de combate. Entonces antepuso su conciencia moral a los cargos, comenzó a ser crítico dentro del partido y en unos pocos años decidió abandonarlo.
Para él, a partir de entonces, lo más importante fue estar al lado de las víctimas, comprender su tragedia, explicar con sólidas razones que en un país donde un partido no condena el terrorismo es que lo está legitimando y, dado que el terrorismo es muerte, violencia física e ‘impuesto revolucionario’, es decir, el chantaje permanente con el miedo como instrumento, en ese país no hay democracia. A eso dedicó sus últimos 20 años.
Pensó en su país, en los ciudadanos, antes que en su carrera política. Su compromiso político lo estableció con sus ideas, no con su partido
Es decir, Joseba Arregi, que ya en sus tiempos del PNV fue un moderado, rectificó, dio un giro a su trayectoria, primero a sus ideas, después a su comportamiento político. Pensó en su país, en los ciudadanos de su país, antes que en su carrera política. Su compromiso político lo estableció con sus ideas, no con su partido: si sus ideas cambiaban, su compromiso político también; si las ideas de su partido cambiaban, él abandonaba el partido. Para un intelectual como él, la coherencia en el plano de las ideas debía anteponerse a los intereses personales derivados de su antigua actuación pública.
En las siempre complicadas relaciones entre el intelectual y la política, Joseba Arregi ha sido un modelo de ética práctica, una rara especie en estos tiempos. En efecto, los partidos cambian de ideas, emprenden nuevas estrategias y tácticas tan solo para mantenerse en el poder o acceder a él, y muchos intelectuales que los han respaldado cuando eran otra cosa muy distinta, siguen defendiéndolos como si nada hubiera cambiado.
Quizás estén esperando un cargo; quizá simplemente han renunciado a sus ideas para, supuestamente, no manchar su reputación; quizá les resulta confortable seguir diciendo yo soy de izquierdas (o de derechas) porque han convertido seguir en ese campo como signo de identidad personal. En el primer caso, su actitud es moralmente condenable, en el segundo cobarde y en el tercero han renunciado a su condición de intelectuales.
Joseba Arregi era de otra muy distinta condición. En cierto modo, ha fallecido, pero no ha muerto. Su lección última, el legado que nos deja para siempre, el espejo en el que debemos mirarnos, es su rectitud moral indeslindable, naturalmente, de su rigor intelectual.