Isabel San Sebastián-ABC

  • El paro juvenil supera el treinta por ciento y ni el ministerio de Díaz ni el legado de Celaá ofrecen motivos para la esperanza

España es una ‘nini’ en toda regla. Ni es capaz de asegurar un trabajo a sus ciudadanos, en particular los más jóvenes, ni tampoco de proporcionar trabajadores a sectores claves de la economía, como el de la construcción, que se enfrentan a la parálisis por falta de mano de obra. No me refiero a especialistas con un alto nivel de cualificación en matemáticas o ingeniería, que también. Hablo de fontaneros, albañiles, electricistas, carpinteros, conductores o mecánicos. En un país con un 14,6 por ciento de paro, el más alto de la OCDE, resulta prácticamente imposible encontrar personal competente para llevar a cabo tareas sencillas, especialmente fuera de las grandes concentraciones urbanas. Las empresas alejadas de las principales ciudades se las ven y se las desean para contratar los citados oficios, lo cual contribuye a dificultar una andadura ya de por sí complicada, que las administraciones públicas entorpecen con impuestos cada vez más gravosos, normativas cambiantes en cada comunidad y demás obstáculos burocráticos. Añádase a este catálogo la muy deficiente red de comunicaciones que sufren regiones como Asturias o Extremadura y la paupérrima cobertura de internet que hace imposible el trabajo telemático en una gran parte del territorio, y quedará explicado por qué tantos españoles sueñan con ser funcionarios. ¿Para qué molestarse en emprender pudiendo descansar en el mullido regazo de papá Estado?

Treinta de cada cien menores de veinticinco años están en el desempleo. Dieciséis abandonaron el colegio antes de terminar. En el tiempo de sus vidas se han producido al menos seis reformas educativas y alguna más de la normativa de trabajo, ninguna de las cuales ha dado solución al mayor de sus problemas: la total falta de adecuación entre lo que se les enseña y el mercado laboral en el que habrán de insertarse. La desconexión absoluta entre mundo académico y mundo real. La generación de expectativas de imposible cumplimiento y el desprestigio de actividades tan dignas como indispensables, para las que ni existen centros de formación suficientes ni gentes dispuestas a desempeñarlas. Aquí sobran facultades y faltan talleres. Los gobiernos autonómicos prefieren presumir de campus universitarios que de escuelas profesionales. Quienes no pueden o no quieren estudiar tienen más facilidades para acceder a un subsidio que a una academia donde aprender un oficio con el cual ganarse honradamente la vida. «La generación mejor preparada de la historia», ese camelo propagandístico tan del gusto socialista, languidece en la precariedad, condenada a pagar las pensiones de padres y abuelos longevos con sueldos menguantes e inciertos. El resto de Europa cogió este toro por los cuernos hace décadas, consciente del profundo cambio que se avecinaba. Aquí acumulamos ya un retraso insalvable y ni el ministerio de Díaz ni el legado de Celaá ofrecen motivos para la esperanza.