MIQUEL ESCUDERO-El Imparcial

 20 de diciembre de 202120:12h

El arte de vivir supone experiencia acumulada y contrapesar las circunstancias. Requiere acierto para aprovechar las oportunidades que surjan y no dejar que pasen de largo, pero también para generarlas con un grado de imaginación. Todo este quehacer es tan antiguo como el hombre, y nunca dejamos de poder aprender.

Leo un libro que la profesora sevillana Olga Torres acaba de traducir al español, por primera vez directamente del árabe. Se trata de ‘El libro de las estratagemas’ (Trotta). Su autor, llamado Al-Harawi, nació en Mosul (Irak) y era de origen afgano. No se tiene constancia de la fecha de su nacimiento, pero sí de que murió entre 1214 y 1215; poco después de la batalla de las Navas de Tolosa, donde tropas castellanas, aragonesas y navarras se unieron para derrotar en tierras jienenses a un califa.

En su epitafio, Al-Harawi quiso que constara lo siguiente:

“Vivió como un extraño y murió solo, sin amigo que lo elogiara, compañero que lo llorara, familia que lo visitara, hermanos que lo recordaran, hijo que le rogara ni esposa que le guardara luto. Atravesé los páramos, recorrí las ciudades, surqué los mares, contemplé las ruinas y me mezclé con la gente, pero no he conocido ni amigo verdadero ni compañero que me aceptara. Que quien esto lea no se deje engañar por nadie”.

Este texto da idea de un hombre solitario y viajero, que era místico sufí y consejero áulico, escritor, predicador y diplomático. Se trata de un breve memorial sobre estratagemas de guerra que da fe de que sólo de Dios provienen el triunfo y el amparo, y que sólo el Señor de los mundos basta. Pero este musulmán era muy consciente de que hay que practicar el dicho español: “a Dios rogando y con el mazo dando”.

En sucesivos capítulos cataloga la necesidad de que un sultán propague la justicia y castigue la opresión, que sus visires sean compasivos, modestos y con buena percepción de las consecuencias de sus actos. La misma prudencia pide para chambelanes y gobernadores. Que los cadíes (jueces) procuren la verdad y no acepten sobornos. Que los funcionarios se dediquen, limpios y juiciosos, a su tarea y puedan merecer la confianza del soberano para solicitarles opinión.

Únicamente de este modo, señala, se logra la continuidad y estabilidad de un reino. ¿Quién no sabe que la envidia y la ambición traen injurias y calumnias? Sabedor de las debilidades de la condición humana, el astuto Al-Harawi afirma que “los corazones de las gentes son como pájaros en el aire, que no es posible atraparlos más que desplegando mallas y redes y diseminando alpiste y lazos, pero que si se posan y enredan ya no tienen escapatoria”.

En cualquier caso, nos encontramos con la realidad de los enemigos, con ellos se acaba entrando en guerra y obligan a desplegar ardides, fortaleza y valor. Al-Harawi no se dedica, como tantos tontos de nuestro tiempo, a insultar a los adversarios y demonizarlos. En aquel entonces, no había opinión pública a la que engañar y manipular. Lo inteligente, por supuesto, es ser siempre prevenidos. Con peculiar estilo poético, recomendaba: “Ten con tu enemigo y tu oponente más oído que el caballo, más vista que el águila, más desconfianza que la urraca, más agilidad que la pantera, más coraje que el león, más paciencia que el lagarto y más generosidad que el mar”.

Para combatir hay que rodearse de gente brava, constante, esforzada e impetuosa, pero también alentar a los apocados, ganarse el corazón de los camaradas y divulgar sus hazañas por doquier. Hay que ponerse en la mente del rival y observar el ataque desde su posición. Hay que saber idear y ejecutar un ataque decidido y por sorpresa. Conviene, dice, el empleo de espías y agentes de información, y mantener a resguardo los secretos.

Al-Harawi nos habla a finales del siglo XII y recomienda actuar sin escrúpulos ni contemplaciones: “Envíe cizañeros al ejército enemigo a fin de sobrecoger los corazones de la tropa sembrando falsos rumores sobre sus países, la ruina de sus pueblos, la muerte de sus gentes, la aniquilación de sus patricios, la traición de sus obispos y multitud de otras patrañas alarmantes y fantasías deformadas, porque todo ello debilitará su arrojo, desconcertará su ánimo y enervará sus entrañas”.

En ninguna circunstancia, dice, hay que rendirse, aunque se esté al borde de la perdición. Asimismo, y conviene destacarlo, afirma que tras el uso de la fuerza se debe ser benevolente y no ensañarse con el derrotado. Ocho siglos después, nada de lo que aquí se dice nos deja indiferentes ni nos resulta ajeno.

La lectura detenida de este texto nos permite dialogar con el pasado y cotejar nuestro presente con él, y así mejorar.