MANUEL MONTERO-ELDIARIO VASCO

Dos circunstancias interdependientes describen nuestra inestabilidad pública, más allá de los avatares cotidianos: la solidez sectaria de la contestación al sistema y la endeble defensa del régimen democrático que realizan quienes deberían ser sus valedores. Las sectas suelen ser consistentes, impermeables a la racionalidad y apegadas al extremismo. Puede apreciarse cómo aquí, en el País Vasco, la izquierda abertzale se configura como un mundo aparte, con sus propios principios y como un sistema privativo de creencias, entre las que tiene prioridad la fascinación por la violencia.

Pese a sus obvias connotaciones sectarias y probado inmovilismo, la opinión pública y los partidos que se presentan como progresistas le interpretan cualquier declaración o gesto como una marcha hacia la democracia. No hay tal. Para quienes proceden de planteamientos cerrados, agresivos y violentos, una evolución democrática no puede consistir en una cuestión de matices, de cómo se expresa esa idea o aquella en un comunicado. No es compatible con realizar manifestaciones que enaltecen a Parot y, se presente como se presente, los asesinatos. Una democratización tampoco se compagina con la decisión de llevar a la cúpula del partido a gente que proviene de la organización terrorista.

Una evolución democrática exige una ruptura radical con ese pasado, no un rosario de declaraciones oportunistas, realizadas para que el Gobierno tenga donde agarrarse a la hora de realizar las cesiones que, por lo que se ve, han pactado.

La izquierda abertzale mantiene los rasgos que suelen ser habituales en las sectas. Tiene unos ritos que ha practicado desde siempre, en distintas formas. Actualmente, las manifestaciones por los presos y, hasta la fecha, los recibimientos a terroristas cuando salen de la cárcel. Ocupan un lugar esencial para una comunidad política que practica el culto a la violencia. Le sirve para afirmarse y recordar su razón de ser, pues fue gestada desde ETA. La violencia no es complementaria ni ocupa un lugar secundario en su doctrina, sino que la identifica con el renacimiento del pueblo vasco identitario, tal y como lo concibe la izquierda abertzale.

Cualquier evolución democratizadora de este ámbito requiere la ruptura inequívoca con el pasado violento y con el terrorismo. No sirven frases retóricas para interpretación de hermeneutas.

No hay ningún síntoma de que tal evolución se esté produciendo. Tampoco ninguna señal de que los grupos democráticos les exijan tales transformaciones, algo que debería ser taxativo. Al contrario: parecen aceptarlos tal como son, verlos como tipos de buenas intenciones, aunque algo rústicos.

El riesgo para un sistema democrático no proviene sólo del extremismo de los que arremeten contra él: no van a faltar nunca. Los peligros reales saltan por la dejadez de quienes tienen la obligación de defender la democracia y dejan de hacerlo, sea por conveniencia, frivolidad o rendición.

Es el punto en el que estamos. El problema va más allá de las cesiones coyunturales, cortoplacistas, presos por presupuestos o hacer como que no se ve la declaración agresiva. Son síntoma de algo más profundo y grave: estamos en una democracia en la que los demócratas no comparten valores, a defender frente a quienes enarbolan sus antivalores.

La construcción imaginaria de nuestra sociedad no cree que la izquierda y la derecha puedan tener los mismos valores en nada. Los entiende como antagónicos en todos los órdenes. Sin valores democráticos compartidos, apaga y vámonos. Esta concepción sectaria de la democracia tiene efectos fatales, aunque no sea una secta al modo de una comunidad que se une en torno a la hoguera de la violencia. Los conceptos democráticos se desvanecen si un grupo ideológico se cree en el monopolio democrático.

En la contraposición entre los principios rígidos que sostiene la secta antisistema y la fragilidad conceptual de la democracia, naturalmente ganan los primeros. Sus conceptos de autenticidad pueden acabar convirtiéndose en las tablas de la ley.

No es sólo un problema político. Es, sobre todo, una cuestión ética. En nuestra vida pública se ha puesto de moda la acusación de deshonestidad, atribuyéndose de paso la moralidad. Se está abriendo una brecha de calado, irreversible, si desde la izquierda, por definición, se tacha de indecente a la oposición –por hacer lo mismo que ella hacía en la oposición, pues ambas vías (en esto, impresentables) comparten el radicalismo opositor de ‘al gobierno ni agua’– y se justifica así la aproximación a quienes contestan a la democracia.

Poner la ética al servicio de los intereses de partido es el mayor boquete imaginable para la ética. Por esa vía de agua se escapa la defensa colectiva de la democracia. Queda el campo libre para la secta, todo el campo.