Antonio Rivera-EL CORREO

La rama principal de las derechas hispanas cambia de marca cada cuarto de siglo. Los moderados isabelinos, los conservadores canovistas, los conservadores de Dato, Maura y el maurismo, católicos y monárquicos en la República, franquistas con Franco, centristas de Suárez y, desde 1989, reformistas de Fraga que, con Aznar, y tras un coqueteo inicial con el centro, volvieron a ser derecha pura y dura. Un buen conocedor de esta historia, el profesor Gil Pecharromán, explica tanta mudanza por un afán por estar al día, por cambiar de piel para seguir siendo los mismos y defender básicamente las mismas cosas. Tituló su libro ‘La estirpe del camaleón’ y lo ilustraba con la teoría bien capitalista de Schumpeter de la destrucción creativa.

Esa tesis presupone una reflexión ideológica y estratégica en cada cambio. A veces se produjo, pero otras fue todo producto de circunstancias más o menos indeseadas (el Sexenio Democrático, la República, el franquismo) o resultado de querellas internas. Aquel congreso de Mallorca que acabó con Suárez en 1981 se recuerda como ejemplar, pero la pugna entre mauristas e idóneos datistas en 1913 no se queda atrás. La que nos ocupa hoy es de esta índole: el canibalismo político emerge sobre la escasa espuma de un debate ideológico acerca de cómo metabolizar a un amenazante competidor en el campo propio (Vox).

Eso ya de por sí convertiría esta pugna en un ejercicio absurdo, pero es peor aún: los motivos que la han provocado dan cuenta de la esencia de esta derecha. Corrupción, espionaje y chantaje. Se mire por donde se mire, es lo que hay. Corrupción porque ni en una situación extraordinaria se puede contratar indirectamente con tu hermano, permitirle una mordida de escándalo -y da igual si fueron cincuenta o doscientos mil euros- y callártelo. Espionaje porque han pretendido hacerse con información privada inaccesible legalmente mediante un cargo de confianza de una institución, que pretendería pagar con fondos de esa entidad. Chantaje porque llevaban casi medio año valorando qué hacer con la información y cómo utilizarla contra la compañera de partido. Incluso más: hipócrita, porque han representado amores y odios como si esa relación respondiera a razones nobles, políticas. Las tres o cuatro palabras dan cuenta de lo que se tiene delante (y de la incapacidad para escapar de unas inclinaciones ya ontológicas en esa cultura política).

Cualquier cosa puede pasar, y en política más aún, pero la entidad de los órdagos y la naturaleza de las actuaciones -de Ayuso, de Casado, de la cúpula del partido, pero también de Almeida, puesto de perfil- son de tal entidad que no cabe la marcha atrás. No cabe dentro del partido -alguno o alguna o algunos no pueden salir indemnes-, pero tampoco de cara a la ciudadanía. Igual estamos ante la siguiente muda de piel del camaleón. ¡Chi lo sa!