IVÁN IGARTUA-EL CORREO

  • La estrategia expansionista de Putin trata de corregir la deriva europeísta de Ucrania. El régimen ruso se revuelve contra las democracias parlamentarias

Se llama Ucrania. Pero para Putin es algo así como una mezcla entre utopía y ucronía. Un lugar que nunca ha existido. O más bien un país que no debería existir, al menos tal y como está constituido en la actualidad. Molesta en especial la orientación europeísta de los gobiernos posteriores a la revolución del Euromaidán, que supuso el derrocamiento del hombre de Putin en Ucrania, Viktor Yanukóvich, y por tanto la pérdida del control ruso sobre el devenir político del país. El apoyo a los separatistas del este de Ucrania y las operaciones militares «pacificadoras» tratan de corregir esa deriva.

En su estrategia expansionista de los últimos años, estimulada por la mesiánica tarea de recuperar la extensión -y el poder- del imperio perdido, Rusia ha venido ocupando, con cierta impunidad, territorios de países colindantes. En 2008 invadió Osetia del Sur, perteneciente a Georgia, y en 2014 se anexionó la provincia ucraniana de Crimea, de mayoría rusa merced a los desplazamientos de población organizados por el régimen soviético en los años cuarenta del siglo pasado (que incluyeron la deportación de los tártaros de Crimea). En otros países del espacio exsoviético (Armenia, Kirguistán), Rusia ha presionado con éxito para evitar su eventual aproximación a Occidente. Pero Ucrania es, desde la perspectiva geopolítica rusa y también desde la cultural o anímica a la que Putin gusta de apelar, la pieza clave del tablero. No puede volar por libre.

En su alocución con motivo del primer aniversario de la anexión de Crimea, el presidente ruso fue meridiano: «Aquí en Rusia siempre hemos considerado que los rusos y los ucranianos son un solo pueblo y yo lo sigo creyendo». Ucrania había sido hasta comienzos del siglo XX ‘Malorossiya’, la Rusia Menor, y en los albores de la Edad Media, la cuna de lo que Putin denomina «civilización rusa». Fue precisamente en territorio actualmente ucraniano donde se conformó la primera estructura estatal a partir del siglo IX, la Rus de Kiev. La lengua literaria que empezó a desarrollarse entonces sigue siendo llamada ruso antiguo por gran parte de los especialistas. El peso de la historia y la cultura compartida de la Eslavia oriental no solo es determinante en el discurso oficial del Gobierno ruso, como se ha vuelto a comprobar estos días, sino que lamentablemente cala en el ánimo de una parte sustancial de la población.

Poco importa, desde esa visión, lo que quieran los ciudadanos de Ucrania, que en una inmensa mayoría (cifrada en un 90%) defienden la independencia y la integridad territorial de su país y se muestran claramente más partidarios de ingresar en la Unión Europea (51,4%) que de hacerlo en la proyectada Unión Euroasiática de Putin (10,5%), según datos extraídos de C. Shinar (‘European Review’, 2021). Frente a sus apetencias, el destino -es decir, el futuro que pretende dictar Rusia- los aboca a ser una cosa y no otra. No extraña que tamaña injerencia suene humillante a oídos ucranianos, por mucho que esa reacción asombre a Putin.

Pero es que, desde su óptica neoimperial, Ucrania, o cuando menos una porción grande del país, forma parte irrenunciable de ‘Novorossiya’, la Nueva Rusia que promueve el presidente ruso, unas tierras que abarcan no solo el Donbass, sino también Járkov, Jersón u Odesa. Como en otras ocasiones, Putin ya ha declarado que está dispuesto a hacer uso anticipatorio de la defensa propia, con todo lo que ello significa, para proteger a la población rusa con independencia de fronteras nacionales, tratados de paz o leyes internacionales. No es casual el hecho de que, frente a su antecesor Yeltsin, que solía referirse a los «ciudadanos de Rusia», Putin prefiera una denominación intencionadamente étnica y más difusa («los rusos»), no sujeta a limitaciones fronterizas.

En cualquier caso, el desafío que supone la estrategia de Putin, en modo alguno debida a impulsos de última hora, va más allá. Su eterno ministro de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, sentenció en 2014, un mes después de lo de Crimea, que el «orden mundial estaba siendo reestructurado». Tras la debacle de los años 90, la obsesión nuclear de Putin ha sido restablecer la capacidad de influencia de la Unión Soviética, situando para ello a Rusia en el epicentro de una «revancha euroasiática», según la inquietante expresión de Alexander Dugin, el filósofo que dota de munición ideológica al presidente (aunque en su día fue expulsado de la Universidad de Moscú por incitar al odio contra la población ucraniana; parecían otros tiempos).

No se trata solo de contrarrestar, con la inestimable colaboración de China, la hegemonía política y militar de EE UU y sus aliados. El régimen ruso se revuelve, en realidad, contra el fin liberal de la historia, contra la expansión de las democracias parlamentarias con división de poderes, un modelo del que siempre ha recelado y que es, en efecto, ajeno a su tradición autoritaria y un riesgo para sus propias posibilidades de supervivencia.