Bernard-Henri Lévy-El Español 
 
Al final, Vladímir Putin ha dado el paso. Al concluir una reunión del Consejo de lo más ubuesca, en la que ha reprendido a sus esbirros como si aquello fuera una mala película de Ernst Lubitsch, ha reconocido la independencia de las entidades separatistas del Donbás.
Occidente ha quedado en ridículo. Ucrania, vencida. Y los miles de hombres y mujeres que llevaban ocho años luchando por conservar la libertad de Lugansk y Donetsk, a merced de los matones.

Ante la incertidumbre que generan la provocación y la mentira que se avecinan, nos dedicaremos a recordar lo siguiente.

1. Rusia no tiene derecho alguno sobre Ucrania. Ninguno. Ni el derecho a amputarla ni a dictar sus alianzas. Huelga decir que la geopolítica es una cuestión de relaciones de poder. Pero la ley sigue siendo la ley. Y esta reza que los pueblos no son peones de los que los poderosos que juegan al Gran Juego de los imperios puedan deshacerse como si nada. Y también dice que Estados Unidos y Rusia, cuando Ucrania renunció a sus arsenales nucleares en 1994, garantizaron su seguridad. Putin, al violar las fronteras ucranianas, ha traicionado su palabra. Nos ha mostrado su verdadero rostro. Se ha colocado al margen de las naciones.

2. Ucrania, ha dicho el líder ruso, tiene una historia en común con Rusia. Pero es una historia de colonización. Luego, bajo el poder de los bolcheviques, la de la estrategia de la escoba de hierro, al liberar a Odesa de sus anarquistas. Luego, con Stalin, la del Holodomor, el exterminio por hambruna, que se cobró entre cinco y seis millones de víctimas.

El resto, la literatura barata sobre la supuesta «hermandad» de los pueblos eslavos, la fábula de aquella Rus de Kiev que habría sido, en el siglo IX, la cuna de una Rusia que aún no existía, es pura propaganda. O bien Putin lo sabe perfectamente y se hace el tonto, o no lo sabe y habría que hacerle leer a Vasili Grossman, la Caballería roja de Isaak Bábel o, más recientemente, Hambruna roja. La guerra de Stalin contra Ucrania, de Anne Applebaum.

En cuanto a nosotros, los occidentales, teníamos un deber, sólo uno, con el que, como en Afganistán, como en el Kurdistán, como en todas partes, no hemos cumplido: ayudar a Ucrania a romper estos lazos de sometimiento, de desgracia y de muerte.

3. Putin, más allá de la hora y media de verbosidad desatada con la que nos ha obsequiado, tiene un objetivo. Sólo uno. Debilitar a Ucrania. Hacer que se arrodille políticamente. Y frenar el impulso democrático que empezó a tomar hace ocho años de la mano del pueblo reunido en el Maidán de Kiev.

Y sabía cómo hacerlo. Calumniando, ofendiendo y convirtiendo en fascistas al centenar de jóvenes que murieron en el Maidán abrazando la bandera estrellada de Europa. También, enviando hombrecillos verdes del FSB (Servicio Federal de Seguridad) y un sinfín de pasaportes rusos al Donbás. Organizando un llamamiento a su ejército (que se venía venir a la legua) para detener un supuesto genocidio. Después, en los días siguientes, desplegar una ocupación al estilo de Praga o Budapest.

Y ha hecho las dos cosas. Es un crimen histórico contra Ucrania y un ataque frontal contra Europa.

4. Se oye hablar mucho de que los diplomáticos tendrán que intervenir y ayudar a Putin a calmarse, a frenar, a salvar la cara y el honor. Tal vez lo hagan. No lo sé.

Pero una cosa sí que está clara. No debemos invertir los papeles y perder de vista que ha sido él y nadie más que él, Putin, quien ha roto el tabú de la guerra en Europa. No debemos olvidar que es Ucrania, y sólo Ucrania, a la que el honor exige que salvemos de una ofensiva anunciada y atroz.

Y, aunque las cosas acaben aquí y respiremos aliviados, nunca debemos olvidar que, mucho antes de la ofensiva de hoy, ya en enero y diciembre pasados, el Kremlin hablaba de Europa como «el teatro de una confrontación militar a gran escala» (Alexander Grushko, viceministro de Asuntos Exteriores).

Que han blandido la amenaza de un ataque nuclear «preventivo» como con el que Israel amenaza a Irán (Andrei Kartapolov, presidente de la Comisión de Defensa de la Duma).

Y que han dejado que los medios de comunicación afines (Svobodnaya Pressa) pregonen a los cuatro vientos que Rusia, en caso de ampliación de la OTAN, «bombardearía toda Europa y dos tercios de Estados Unidos en treinta minutos». Ningún compromiso de paz puede borrar esas declaraciones asombrosas y sin precedentes, documentadas en mi columna del 14 de enero. Si olvidamos, esto será la paz de Múnich.

5. ¿Significa esto que haya que ignorar que Rusia se siente rodeada, maltratada y humillada? Creo, de hecho, que la humillación que arguye es un mito. Recuerdo que la OTAN propuso a Rusia una Asociación por la Paz ya en 1994. Recuerdo que fue invitada a formar parte del Consejo de Europa y del G7. Recuerdo que el Consejo OTAN-Rusia se creó de manera bilateral en 2002.

Más tarde, Barack Obama fue a Moscú en julio de 2009 y anunció una recuperación de las relaciones con Rusia con respecto a todas las armas no convencionales. Luego, la autolimitación, Donald Trump y Joe Biden incluidos, del número y alcance de las armas estadounidenses desplegadas en Europa (y eso en el mismo momento en que Rusia rompía sus propios compromisos).

No se me ocurre ningún otro ejemplo de un imperio caído en desgracia que haya gozado de tanta consideración por parte de sus adversarios. Y creo que la leyenda de la humillación rusa es la última trampa en la que debemos caer.

Tras el desastre del Donbás, esas deberían ser las próximas líneas rojas que han de trazarse. De lo contrario, comenzaría el reinado de una diplomacia que, como reza su etimología, consistiría en vivir «plegada por la mitad» frente a la fuerza.

Las mismas causas producen los mismos efectos: volvería el terrible siglo XX.