MIQUEL ESCUDERO-EL CORREO

  • Para que verdad y reconciliación vayan de la mano, como exige la convivencia, hay que asumir la heterogeneidad social

A propósito de su preciosa película ‘Belfast’, Kenneth Branagh ha dicho que, mientras la ideaba, se iba dando cuenta de que aquella historia de hostigamientos sectarios suponía en 1969 «otro tipo de confinamiento, dentro de las barricadas al final de nuestra calle», y dentro de las limitaciones que iban «oprimiendo a la familia mientras lidiaba con la decisión de si quedarse o irse». La extrema cerrazón ideológica produce víctimas y rompe vidas. Cuando no son muertos y heridos, son torturados. Pasan los años y los ajustes de cuentas con la historia son necesarios e inevitables. Hay fechorías que no admiten justificación y la verdad de los hechos aguarda a esclarecerse.

Las posibles culpas solo son personales, pero las deudas son tanto individuales como colectivas, por acción o por omisión. Y con mucha frecuencia son impagables y no expiran. En 1829, el abolicionista negro David Walker publicó un panfleto donde denunciaba que «las mayores riquezas en todo Estados Unidos se han levantado con nuestra sangre y nuestras lágrimas», y apelaba a la unidad en la lucha contra la esclavitud. Walker murió poco después, con 33 años. Tuvo una influencia decisiva en los sucesivos dirigentes por los derechos civiles, hasta llegar a Malcolm X y Martin Luther King. A pesar de la dinámica de desprestigio arrojada contra él, su planteamiento no iba contra Estados Unidos, sino contra unas instituciones degradadas que albergaban la esclavitud de seres humanos persistentemente excluidos y maltratados con saña. Prepotencia y humillación.

En su libro de ensayos ‘Sobre el juicio de la historia’, la profesora Joan Scott trata del movimiento a favor de las reparaciones por la esclavitud en Estados Unidos. He encontrado en esas páginas esta anécdota interesante. Acabada la Guerra de Secesión, en 1865, Jourdon Anderson, un esclavo recién liberado, se dirigió en la prensa al dueño de la plantación que le pedía volver al trabajo, pero ahora pagándole. Con soltura y dignidad, puso a prueba a su antiguo y todopoderoso amo y le pidió el salario correspondiente al tiempo que le había servido:

«Esto nos hará olvidar y perdonar viejas rencillas y confiar en su justicia y amistad en el futuro. Yo le serví fielmente durante treinta y dos años, y Mandy durante veinte. A 25 dólares al mes para mí y a 2 a la semana para Mandy, nuestras ganancias ascenderían a 11.680 dólares. Añádase a esto el interés por el tiempo que dichas ganancias han permanecido retenidas y dedúzcasele lo que usted pagó por nuestra vestimenta y por las tres visitas que recibí del doctor y por la extracción de un diente a Mandy, y obtendrá como resultado lo que legítimamente nos corresponde».

Desmond Tutu sostenía que contar la propia historia tiene un «efecto catártico y sanador»

Un escrito insólito como éste pudo ser publicado y firmado con nombre y apellidos en la prensa de Nueva York. Aquel año fue asesinado el presidente republicano Abraham Lincoln, quien tres años antes había decretado la abolición de la esclavitud. Quien le sucedió fue su vicepresidente Andrew Johnson, demócrata. Y, según leo, dio marcha atrás a una orden previa de distribuir las tierras confiscadas a los confederados entre los antiguos esclavos (400.000 acres de tierra a repartir entre 40.000 antiguos esclavos). Una medida reparadora que fue desactivada drásticamente. En su lugar, se entregaron estas tierras a soldados confederados.

Para que las víctimas principales no se hicieran ilusiones, los tíos Tom fueron puestos en su sitio. La desigualdad sistemática entre blancos y negros arraigó en aquella época de reconstrucción. Se consintió el racismo institucional, un desastre continuo, un desgarro renovado. Lejos de echar el cierre a los crímenes desatados desde la ideología supremacista, se arrojó sal sobre las heridas.

Queda el convencimiento de que el supremacismo blanco fue consustancial a la fundación de la nación norteamericana. En 1787, para establecer el número de representantes de cada Estado en el Congreso se acordó contabilizar a los esclavizados (sin derecho a voto) como tres quintas partes de una persona; un premio para los territorios con esclavos. Martin Luther King llegó a pedir «un programa gubernamental a gran escala de medidas compensatorias especiales» para ofrecer su pago correspondiente al negro a quien se robaron las ganancias de su trabajo. El enorme hándicap de la población negra implica un menor acceso a los trabajos decentes y una pobreza difícil de superar.

El obispo Desmond Tutu sostenía que contar la propia historia tenía un «efecto catártico y sanador», pero tales historias configuran otra más general -el conjunto de las partes-, una oportunidad para que la sociedad sane de esa herida sangrante.

Para hacer posible que verdad y reconciliación vayan de la mano, tal como exige la convivencia, hay que asumir de forma natural la heterogeneidad social. Y, por tanto, una ciudadanía plena, sin categorías ni segregaciones.