FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • La relación del PP con Vox tiene algo de esquizoide y exige mucha alquimia. No puede evitar contemplar a sus apoyos como los de votantes peperos descarriados que hay que atraer de nuevo, como propios y ajenos a la vez

La consigna del PP en su entronización de Nuñez Feijóo debería haber sido la misma de la que en su día se valió Trump: “Hagamos al PP grande de nuevo”. Al menos por lo visto en su convención de Sevilla, donde prevaleció la añoranza del pasado y se aclamó a sus viejos líderes de las mayorías absolutas. En este sentido, es curioso cómo hasta los partidos han interiorizado eso que Z. Bauman llamaba retrotopías, el ubicar en un pasado idealizado el punto de referencia para su acción futura. Es algo parecido a lo que le ocurre a la izquierda, que sufre de añoranza por los Trente Glorieuses de posguerra, el momento álgido de la socialdemocracia europea. En esta actitud del PP puede tener mucho que ver el fracasado intento de Pablo Casado por hacer tabla rasa de la etapa anterior, que ahora se ha cobrado su venganza. Entra un líder territorial experimentado, que se arropa con el recuerdo y los estilos de la vieja guardia. Sí, la “vieja política”.

La apoteosis por lo nuevo y el cambio, el signo de identidad de todo partido a lo largo de los últimos lustros, se ha desinflado. Y no solo por el fracaso de lo que en su día fuera presentado como “nueva política”, ahora arrojada al olvido. En estos procelosos tiempos de pandemias, guerra e inflación desbocada vuelve la nostalgia por la gestión bien hecha. “Lo haremos bien” dice la nueva consigna del partido conservador, que alude tanto a la aspiración por un buen system management, como a que, a sensu contrario, el actual Gobierno lo está haciendo mal, rematadamente mal, según todos los intervinientes. Lo doctrinal no tiene cabida, se ve casi como un lujo innecesario y frívolo en momentos en los que se trata de evitar los males mayores. Nada de guerritas culturales ni veleidades identitarias, ¡gestión!

Detrás de ello está también, qué duda cabe, la presencia del “ignorado” durante toda la convención, Vox. No fue mentado por su nombre, pero su espectro rondaba por todos los rincones. No en vano puede que sea el mayor desafío al que se enfrenta Feijóo. Porque, no lo olvidemos, fue una de las causas del fracaso de Casado, quien se equivocó gravemente al querer hacerle frente en su propio terreno. ¿Tiene el nuevo líder alguna estrategia para recuperar esos votos perdidos hacia la ultraderecha? Puede que en parte ya la ha desvelado, tratar de ignorarlo todo lo posible, hacer como si no existiera.

La relación del PP con Vox tiene algo de esquizoide y exige mucha alquimia. No puede evitar contemplar a sus apoyos como los de votantes peperos descarriados que hay que atraer de nuevo, como propios y ajenos a la vez. Pero salta a la vista que la operación no es fácil: ¿cómo se transforma un votante ideologizado y radicalizado en otro pragmático y desapasionado? Solo se me ocurren dos vías: o por seducción, que vuelvan a pensar que este PP merece el retorno, que parece ser la opción escogida; o por “coacción”, dejando claro que nunca habrá un gobierno de coalición PP-Vox; es decir, que sin mayoría propia seguirá gobernando la izquierda. Esto último entraña un riesgo evidente y una valentía que no presumo en Feijóo. En ambos casos, sin embargo, lo imprescindible es el ejercicio del liderazgo: no decirles lo que quieren oír, lo que ya intentó Casado, sino convencerles de las virtudes propias y del retroceso que para un sistema democrático significa caer en el nacionalpopulismo. Y esto vale tanto para los votantes de Vox como para los del PP, quienes, al modo de Mañueco, siguen pensando que los de Abascal pueden acabar siendo domados. Yerran.