- Mantengamos el corazón caliente pero la cabeza fría. Es lógico que nos indignemos ante el crimen, quizá sea lo único normal dentro del desastre, pero no confundamos los papeles
El presidente John Fitzgerald Kennedy reunió a la cúpula del Ejército de los EEUU en octubre de 1962. Se vivía entonces el momento más álgido de la crisis de la misiles y Norteamérica se sentía amenazada porque Kruschev había instalado ojivas nucleares en la Cuba de Fidel Castro. Su intervención ante los altos mandos, que tendían a responder con una acción irreversible contra la Unión Soviética que hubiera desencadenado una guerra de inciertas proporciones, se inició con una pregunta nada retórica: ¿Cuál es la naturaleza del problema?
La cosa funcionó, porque los rusos retiraron los cohetes que habían depositado secretamente y los norteamericanos pactaron la desnuclearización de Turquía, miembro de la OTAN, asunto del que nos enteraríamos muchos años más tarde. La verdad íntegra nunca la sabremos. A lo más que llegamos es a construir teorías con los pingajos que nos dejaron entrever. Fidel Castro se cabreó porque hizo de peón en una partida de ajedrez en la que no era nadie sobre el tablero de los grandes y hubo de callarse, cosa difícil en él.
La naturaleza del problema está en que Rusia, con Putin o sin él, no puede perder la guerra que ha desencadenado en Ucrania y las potencias occidentales tampoco pueden renunciar a la defensa de Zelenski porque sería tanto como admitir que no habían ganado la larga, siniestra y escabrosa Guerra Fría. Luego están las víctimas, los sufrientes, ésos a los que no podemos más que dedicarles ánimos, elogios e imágenes. Cuando se resiste a una invasión no se discute sobre democracia sino sobre territorio. Es una guerra y no un duelo; la diferencia no está en que peleen entre dos o entre muchos sino en la naturaleza criminal del que decide empezar la matanza.
Por tanto, mantengamos el corazón caliente pero la cabeza fría. Es lógico que nos indignemos ante el crimen, quizá sea lo único normal dentro del desastre, pero no confundamos los papeles y además creamos que nuestra aportación al victimario consiste en emocionarnos. No nos pagan por llorar, para eso estaban las plañideras de antaño. Hagamos un esfuerzo por calibrar los diferentes niveles de nuestra condición de derrotados, a muchas millas de los ucranianos, las víctimas reales por excelencia. Tampoco vamos a desmelenarnos, pero la guerra de Putin nos hará más pobres y desamparados; no a todos, por supuesto, pero sí a la mayoría.
Detrás de esta catástrofe de incierto final se esconden asuntos que se tratan con la simplicidad de lo ya conocido. Un poco a la manera de la epidemia, que no sólo sigue matando y prodigándose, por más que las autoridades hayan decidido que ya teníamos suficiente dosis de tragedia y apenas ocupe un lugar secundario tras la cortina de lo resaltable. ¿Y qué es importante? Aquello que deciden los que están en el secreto, porque el secreto les pertenece.
Llevo años preguntándome sobre la ética y los daños reputacionales -¡vaya palabro!- de algunas profesiones que se dedican a las excelencias de la moral, los modelos del buen comportamiento y la dignidad ante el Estado. Me pregunto, por ejemplo, sobre cuál es la razón para que un letrado que se jacta de preminente defensor de la verdad, de la ley, del respeto a los derechos de la ciudadanía, puede convertirse en blanqueador del crimen en delincuentes cuya reincidencia no admite componendas. Sé que es un tema tabú y cada vez que lo planteo, si hay licenciados delante, escogen el momento para ir al aseo. Los abogados de postín, los bufetes más exclusivos, no tienen ningún rubor en acaudillar la defensa de narcotraficantes profesionales. Están en su derecho, que no en su deber, pero cabría que lo resaltáramos en los medios, al menos como apelación a asunto tan poco jurídico como la vergüenza torera. El territorio de la jurisprudencia cada vez tiene más visos de asimilarse a la escolástica de los Siglos de Oro; quien no haya pasado por Salamanca no está en condiciones de entrometerse, porque es lego.
Con el temor consciente hacia el Ilustre Cuerpo de Letrados, digo temor más que respeto, me atrevo a citar un pequeño dato. El abogado de los hermanos Tejón, más conocidos como el clan de Los Castaña, delincuentes multireincidentes en el narcotráfico, no es otro que Gonzalo Boye, el chileno del MIR especializado en secuestros, que se sacó la carrera de abogado en la cárcel, lo que tiene su mérito aunque sólo sea por adición, y que está tan presente en la defensa del independentismo catalán. Dicho sea con la venia que sus Excelencias requieran, no deseo que me vuelva a suceder lo del bailaor Farruquito, que mató a un hombre, huyó tras el crimen, se escondió de la justicia con la benevolencia de policías amigos, que acumuló todos los agravantes, pero bailaba y era gitano -una Asociación Cultural (sic) Gitana me amenazó de muerte-, pero un juez consideró que yo era culpable de afectar al honor del artista por describirle como hijo-de-puta. Me libré por los pelos, aunque no hubo manera de hacerle entender a su Señoría que “hideputa” estaba en el vocabulario de nuestros clásicos castellanos. El magistrado era de Barcelona.
Si trabajáramos un poco más nuestro presente descubriríamos que la profesión de “comisionista” es un invento reciente, ligado a la política. En el franquismo se robaba “por la patilla”, que diría un castizo, y no se repartían tantos por cientos; el que lograba la concesión se lo quedaba todo y ya se encargaba él de agradecerlo en las diversas formas de uso entonces. Ahora no; hay que repartir y librarse de Hacienda. El primer caso notorio que registra nuestra Historia del Comisionista fue el de Juan Guerra, hermano de Alfonso, a la sazón vicepresidente del Gobierno. Hubo un antes y un después, pero fue el referente por antonomasia. Lo de Luceño y Medina, duque de no sé qué, exige que para llenar “la saca” tengan acceso privilegiado al poder, en este caso al Alcalde de Madrid, un “colegui” al que se tutea. Sucede con el futbolista Piqué y el tal Rubianes, un tipo al que yo no contrataría de administrador pero sí como “segurata”.
La naturaleza del problema es que el mundo del “bisnes”, como el del fútbol, conforman religiones para ateos ansiosos y manejan tal cantidad de pasta gansa que el reparto se vuelve competencia napolitana. Territorios en los que hay que entrar de puntillas y pinza en la nariz; donde te pueden liquidar los fieles, ni siquiera los pontífices. Gente rara pues los agnósticos del espectáculo mediático, siempre susceptibles del sacrificio. Son pocos y de regadío.